LIBRO PRIMERO DE MACABEOS
Alejandro de Macedonia, hijo de Filipo, partió del país de Kittim, derrotó a Darío, rey de los persas y los medos, y reinó en su lugar, empezando por la Hélada. Suscitó muchas guerras, se apoderó de plazas fuertes y dio muerte a reyes de la tierra. Avanzó hasta los confines del mundo y se hizo con el botín de multitud de pueblos. La tierra enmudeció en su presencia y su corazón se ensoberbeció y se llenó de orgullo. Juntó un ejército potentísimo y ejerció el mando sobre tierras, pueblos y príncipes, que le pagaban tributo. Después, cayó enfermo y conoció que se moría. Hizo llamar entonces a sus servidores, a los nobles que con él se habían criado desde su juventud, y antes de morir, repartió entre ellos su reino. Reinó Alejandro doce años y murió. Sus servidores entraron en posesión del poder, cada uno en su región. Todos a su muerte se ciñeron la diadema y sus hijos después de ellos durante largos años; y multiplicaron los males sobre la tierra. De ellos surgió un renuevo pecador, Antíoco Epífanes, hijo del rey Antíoco, que había estado como rehén en Roma. Subió al trono el año 137 del imperio de los griegos. En aquellos días surgieron de Israel unos hijos rebeldes que sedujeron a muchos diciendo: «Vamos, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean, porque desde que nos separamos de ellos, nos han sobrevenido muchos males.» Estas palabras parecieron bien a sus ojos, y algunos del pueblo se apresuraron a acudir donde el rey y obtuvieron de él autorización para seguir las costumbres de los gentiles. En consecuencia, levantaron en Jerusalén un gimnasio al uso de los paganos, rehicieron sus prepucios, renegaron de la alianza santa para atarse al yugo de los gentiles, y se vendieron para obrar el mal. Antíoco, una vez asentado en el reino, concibió el proyecto de reinar sobre el país de Egipto para ser rey de ambos reinos. Con un fuerte ejército, con carros, elefantes, (jinetes) y numerosa flota, entró en Egipto y trabó batalla con el rey de Egipto, Tolomeo. Tolomeo rehuyó su presencia y huyó; muchos cayeron heridos. Ocuparon las ciudades fuertes de Egipto y Antíoco se alzó con los despojos del país. El año 143, después de vencer a Egipto, emprendió el camino de regreso. Subió contra Israel y llegó a Jerusalén con un fuerte ejército. Entró con insolencia en el santuario y se llevó el altar de oro, el candelabro de la luz con todos sus accesorios, la mesa de la proposición, los vasos de las libaciones, las copas, los incensarios de oro, la cortina, las coronas, y arrancó todo el decorado de oro que recubría la fachada del Templo. Se apropió también de la plata, oro, objetos de valor y de cuantos tesoros ocultos pudo encontrar. Tomándolo todo, partió para su tierra después de derramar mucha sangre y de hablar con gran insolencia. En todo el país hubo gran duelo por Israel. Jefes y ancianos gimieron, languidecieron doncellas y jóvenes, la belleza de las mujeres se marchitó. El recién casado entonó un canto de dolor, sentada en el lecho nupcial, la esposa lloraba. Se estremeció la tierra por sus habitantes, y toda la casa de Jacob se cubrió de vergüenza. Dos años después, envió el rey a las ciudades de Judá al Misarca, que se presentó en Jerusalén con un fuerte ejército. Habló dolosamente palabras de paz y cuando se hubo ganado la confianza, cayó de repente sobre la ciudad y le asestó un duro golpe matando a muchos del pueblo de Israel. Saqueó la ciudad, la incendió y arrasó sus casas y la muralla que la rodeaba. Sus hombres hicieron cautivos a mujeres y niños y se adueñaron del ganado. Después reconstruyeron la Ciudad de David con una muralla grande y fuerte, con torres poderosas, y la hicieron su Ciudadela. Establecieron allí una raza pecadora de rebeldes, que en ella se hicieron fuertes. La proveyeron de armas y vituallas y depositaron en ella el botín que habían reunido del saqueo de Jerusalén. Fue un peligroso lazo. Se convirtió en asechanza contra el santuario, en adversario maléfico para Israel en todo tiempo. Derramaron sangre inocente en torno al santuario y lo profanaron. Por ellos los habitantes de Jerusalén huyeron; vino a ser ella habitación de extraños, extraña para los que en ella nacieron, pues sus hijos la abandonaron. Quedó su santuario desolado como un desierto, sus fiestas convertidas en duelo, sus sábados en irrisión, su honor en desprecio. A medida de su gloria creció su deshonor, su grandeza se volvió aflicción. El rey publicó un edicto en todo su reino ordenando que todos formaran un único pueblo y abandonara cada uno sus peculiares costumbres. Los gentiles acataron todos el edicto real y muchos israelitas aceptaron su culto, sacrificaron a los ídolos y profanaron el sábado. También a Jerusalén y a la ciudades de Judá hizo el rey llegar, por medio de mensajeros, el edicto que ordenaba seguir costumbres extrañas al país. Debían suprimir en el santuario holocaustos, sacrificios y libaciones; profanar sábados y fiestas; mancillar el santuario y lo santo; levantar altares, recintos sagrados y templos idolátricos; sacrificar puercos y animales impuros; dejar a sus hijos incircuncisos; volver abominables sus almas con toda clase de impurezas y profanaciones, de modo que olvidasen la Ley y cambiasen todas sus costumbres. El que no obrara conforme a la orden del rey, moriría. En el mismo tono escribió a todo su reino, nombró inspectores para todo el pueblo, y ordenó a las ciudades de Judá que en cada una de ellas se ofrecieran sacrificios. Muchos del pueblo, todos los que abandonaban la Ley, se unieron a ellos. Causaron males al país y obligaron a Israel a ocultarse en toda suerte de refugios. El día quince del mes de Kisléu del año 145 levantó el rey sobre el altar de los holocaustos la Abominación de la desolación. También construyeron altares en las ciudades de alrededor de Judá. A las puertas de las casas y en las plazas quemaban incienso. Rompían y echaban al fuego los libros de la Ley que podían hallar. Al que encontraban con un ejemplar de la Alianza en su poder, o bien descubrían que observaba los preceptos de la Ley, la decisión del rey le condenaba a muerte. Actuaban violentamente contra los israelitas que sorprendían un mes y otro en las ciudades; el día veinticinco de cada mes ofrecían sacrificios en el ara que se alzaba sobre el altar de los holocaustos. A las mujeres que hacían circuncidar a sus hijos las llevaban a la muerte, conforme al edicto, con sus criaturas colgadas al cuello. La misma suerte corrían sus familiares y los que habían efectuado la circuncisión. Muchos en Israel se mantuvieron firmes y se resistieron a comer cosa impura. Prefirieron morir antes que contaminarse con aquella comida y profanar la alianza santa; y murieron. Inmensa fue la Cólera que descargó sobre Israel. Por aquel tiempo, Matatías, hijo de Juan, hijo de Simeón, sacerdote del linaje de Yehoyarib, dejó Jerusalén y fue a establecerse en Modín. Tenía cinco hijos: Juan, por sobrenombre Gaddí; Simón, llamado Tasí; Judas, llamado Macabeo; Eleazar, llamado Avarán; y Jonatán, llamado Affús. Al ver las impiedades que en Judá y en Jerusalén se cometían, exclamó: «¡Ay de mí! ¿He nacido para ver la ruina de mi pueblo y la ruina de la ciudad santa, y para estarme allí cuando es entregada en manos de enemigos y su santuario en poder de extraños? Ha quedado su Templo como hombre sin honor, los objetos que eran su gloria, llevados como botín, muertos en las plazas sus niños, y sus jóvenes por espada enemiga. ¿Qué pueblo no ha venido a heredar su reino y a entrar en posesión de sus despojos? Todos sus adornos le han sido arrancados y de libre que era, ha pasado a ser esclava. Mirad nuestro santuario, nuestra hermosura y nuestra gloria, convertido en desierto, miradlo profanado de los gentiles. ¿Para qué vivir más?» Matatías y sus hijos rasgaron sus vestidos, se vistieron de sayal y se entregaron a un profundo dolor. Los enviados del rey, encargados de imponer la apostasía, llegaron a la ciudad de Modín para los sacrificios. Muchos israelitas acudieron donde ellos. También Matatías y sus hijos fueron convocados. Tomando entonces la palabra los enviados del rey, se dirigieron a Matatías y le dijeron: «Tú eres jefe ilustre y poderoso en esta ciudad y estás bien apoyado de hijos y hermanos. Acércate, pues, el primero y cumple la orden del rey, como la han cumplido todas las naciones, los notables de Judá y los que han quedado en Jerusalén. Entonces tú y tus hijos seréis contados entre los amigos del rey, y os veréis honrados, tú y tus hijos, con plata, oro y muchas dádivas.» Matatías contestó con fuerte voz: «Aunque todas las naciones que forman el imperio del rey le obedezcan hasta abandonar cada uno el culto de sus padres y acaten sus órdenes, yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos en la alianza de nuestros padres. El Cielo nos guarde de abandonar la Ley y los preceptos. No obedeceremos las órdenes del rey para desviarnos de nuestro culto ni a la derecha ni a la izquierda.» Apenas había concluido de pronunciar estas palabras, cuando un judío se adelantó, a la vista de todos, para sacrificar en el altar de Modín, conforme al decreto real. Al verle Matatías, se inflamó en celo y se estremecieron sus entrañas. Encendido en justa cólera, corrió y le degolló sobre el altar. Al punto mató también al enviado del rey que obligaba a sacrificar y destruyó el altar. Emuló en su celo por la Ley la gesta de Pinjás contra Zimrí, el hijo de Salú. Luego, con fuerte voz, gritó Matatías por la ciudad: «Todo aquel que sienta celo por la Ley y mantenga la alianza, que me siga.» Y dejando en la ciudad cuanto poseían, huyeron él y sus hijos a las montañas. Por entonces muchos, preocupados por la justicia y la equidad, bajaron al desierto para establecerse allí con sus mujeres, sus hijos y sus ganados, porque los males duramente les oprimían. La gente del rey y la tropa que estaba en Jerusalén, en la Ciudad de David, recibieron la denuncia de que unos hombres que habían rechazado el mandato del rey habían bajado a los lugares ocultos del desierto. Muchos corrieron tras ellos y los alcanzaron. Los cercaron y se prepararon para atacarles el día del sábado. Les dijeron: «Basta ya, salid, obedeced la orden del rey y salvaréis vuestras vidas.» Ellos les contestaron: «No saldremos ni obedeceremos la orden del rey de profanar el día de sábado.» Asaltados al instante, no replicaron ni arrojando piedras ni atrincherando sus cuevas. Dijeron: «Muramos todos en nuestra rectitud. El cielo y la tierra nos son testigos de que nos matáis injustamente.» Les atacaron, pues, en sábado y murieron ellos, sus mujeres, hijos y ganados: unas mil personas. Lo supieron Matatías y sus amigos y sintieron por ellos gran pesar. Pero se dijeron: «Si todos nos comportamos como nuestros hermanos y no peleamos contra los gentiles por nuestras vidas y nuestras costumbres, muy pronto nos exterminarán de la tierra.» Aquel mismo día tomaron el siguiente acuerdo: «A todo aquel que venga a atacarnos en día de sábado, le haremos frente para no morir todos como murieron nuestros hermanos en las cuevas.» Se les unió por entonces el grupo de los asideos, israelitas valientes y entregados de corazón a la Ley. Además, todos aquellos que querían escapar de los males, se les juntaron y les ofrecieron su apoyo. Formaron así un ejército e hirieron en su ira a los pecadores, y a los impíos en su furor. Los restantes tuvieron que huir a tierra de gentiles buscando su salvación. Matatías y sus amigos hicieron correrías destruyendo altares, obligando a circuncidar cuantos niños incircuncisos hallaron en el territorio de Israel y persiguiendo a los insolentes. La empresa prosperó en sus manos: arrancaron la Ley de mano de gentiles y reyes, y no consintieron que el pecador se impusiera. Los días de Matatías se acercaban a su fin. Dijo entonces a sus hijos: «Ahora reina la insolencia y la reprobación, es tiempo de ruina y de violenta Cólera. Ahora, hijos, mostrad vuestro celo por la Ley; dad vuestra vida por la alianza de nuestros padres. Recordad las gestas que en su tiempo nuestros padres realizaron; alcanzaréis inmensa gloria, inmortal nombre. ¿No fue hallado Abraham fiel en la prueba y se le reputó por justicia? José, en el tiempo de su angustia, observó la Ley y vino a ser señor de Egipto. Pinjás, nuestro padre, por su ardiente celo, alcanzó la alianza de un sacerdocio eterno. Josué, por cumplir su mandato, llegó a ser juez en Israel. Caleb, por su testimonio en la asamblea, obtuvo una herencia en esta tierra. David, por su piedad, heredó un trono real para siempre. Elías, por su ardiente celo por la Ley, fue arrebatado al cielo. Ananías, Azarías, Misael, por haber tenido confianza, se salvaron de las llamas. Daniel por su rectitud, escapó de las fauces de los leones. Advertid, pues, que de generación en generación todos los que esperan en Él jamás sucumben. No temáis amenazas de hombre pecador: su gloria parará en estiércol y gusanos; estará hoy encumbrado y mañana no se le encontrará: habrá vuelto a su polvo y sus maquinaciones se desvanecerán. Hijos, sed fuertes y manteneos firmes en la Ley, que en ella hallaréis gloria. Ahí tenéis a Simeón, vuestro hermano. Sé que es hombre sensato; escuchadle siempre: él será vuestro padre. Tenéis a Judas Macabeo, valiente desde su mocedad: él será jefe de vuestro ejército y dirigirá la guerra contra los pueblos. Vosotros, atraeos a cuantos observan la Ley, vengad a vuestro pueblo, devolved a los gentiles el mal que os han hecho y observad los preceptos de la Ley.» A continuación, les bendijo y fue a reunirse con sus padres. Murió el año 146 y fue sepultado en Modín, en el sepulcro de sus padres. Todo Israel hizo gran duelo por él. Se levantó en su lugar su hijo Judas, llamado Macabeo. Todos sus hermanos y los que habían seguido a su padre le ofrecieron apoyo y sostuvieron con entusiasmo la guerra de Israel. Él dilató la gloria de su pueblo; como gigante revistió la coraza y se ciñó sus armas de guerra. Empeñó batallas, protegiendo al ejército con su espada, semejante al león en sus hazañas, como cachorro que ruge sobre su presa. Persiguió a los impíos hasta sus rincones, dio a las llamas a los perturbadores de su pueblo. Por el miedo que les infundía, se apocaron los impíos, se sobresaltaron todos los que obraban la iniquidad; la liberación en su mano alcanzó feliz éxito. Amargó a muchos reyes, regocijó a Jacob con sus hazañas; su recuerdo será eternamente bendecido. Recorrió las ciudades de Judá, exterminó de ellas a los impíos y apartó de Israel la Cólera. Su nombre llegó a los confines de la tierra y reunió a los que estaban perdidos. Apolonio reunió gentiles y una numerosa fuerza de Samaría para llevar la guerra a Israel. Judas, al tener noticia de ello, salió a su encuentro, le venció y le mató. Muchos sucumbieron y los demás se dieron a la fuga. Recogido el botín, Judas tomó para sí la espada de Apolonio y en adelante entró siempre en combate con ella. Serón, general del ejército de Siria, al saber que Judas había congregado en torno suyo una multitud de fieles y gente de guerra, se dijo: «Conseguiré un nombre y alcanzaré gloria en el reino atacando a Judas y a los suyos, que desprecian las órdenes del rey.» Partió, pues, a su vez, y subió con él una poderosa tropa de impíos para ayudarle a tomar venganza de los hijos de Israel. Cuando se aproximaba a la subida de Bet Jorón, le salió al encuentro Judas con unos pocos hombres. Al ver éstos el ejército que se les venía encima, dijeron a Judas: «¿Cómo podremos combatir, siendo tan pocos, con una multitud tan poderosa? Además estamos extenuados por no haber comido hoy en todo el día.» Judas respondió: «Es fácil que una multitud caiga en manos de unos pocos. Al Cielo le da lo mismo salvar con muchos que con pocos; que en la guerra no depende la victoria de la muchedumbre del ejército, sino de la fuerza que viene del Cielo. Ellos vienen contra nosotros rebosando insolencia e impiedad con intención de destruirnos a nosotros, a nuestras mujeres y a nuestros hijos, y hacerse con nuestros despojos; nosotros, en cambio, combatimos por nuestras vidas y nuestras leyes; Él les quebrantará ante nosotros; no les temáis.» Cuando acabó de hablar, se lanzó de improviso sobre ellos y Serón y su ejército fueron derrotados ante él. Les persiguieron por la pendiente de Bet Jorón hasta la llanura. Unos ochocientos sucumbieron y los restantes huyeron al país de los filisteos. Comenzó a cundir el miedo a Judas y sus hermanos y el espanto se apoderó de los gentiles circunvecinos. Su nombre llegó hasta el rey y en todos los pueblos se comentaban las batallas de Judas. El rey Antíoco, al oír esto, se encendió en violenta ira; mandó juntar las fuerzas todas de su reino, un ejército poderosísimo; abrió su tesoro y dio a las tropas la soldada de un año con la orden de que estuviesen preparadas a todo evento. Entonces advirtió que se le había acabado el dinero del tesoro y que los tributos de la región eran escasos, debido a las revueltas y calamidades que él había provocado en el país al suprimir las leyes en vigor desde los primeros tiempos. Temió no tener, como otras veces, para los gastos y para los donativos que solía antes prodigar con larga mano, superando en ello a los reyes que le precedieron. Hallándose, pues, en tan grave aprieto, resolvió ir a Persia a recoger los tributos de aquellas provincias y reunir mucho dinero. Dejó a Lisias, personaje de la nobleza y de la familia real, al frente de los negocios del rey desde el río Éufrates hasta la frontera de Egipto; le confió la tutela de su hijo Antíoco hasta su vuelta; puso a su disposición la mitad de sus tropas y los elefantes, y le dio orden de ejecutar cuanto había resuelto. En lo que tocaba a los habitantes de Judea y Jerusalén, debía enviar contra ellos un ejército que quebrantara y deshiciera las fuerzas de Israel y lo que quedaba de Jerusalén hasta borrar su recuerdo del lugar. Luego establecería extranjeros en todo su territorio y repartiría entre ellos sus tierras. El rey, tomando consigo la otra mitad del ejército, partió de Antioquía, capital de su reino, el año 147. Atravesó el río Eufrates y prosiguió su marcha a través de la región alta. Lisias eligió a Tolomeo, hijo de Dorimeno, a Nicanor y a Gorgias, hombres poderosos entre los amigos del rey, y les envió con 40.000 infantes y 7.000 de a caballo a invadir el país de Judá y arrasarlo, como lo había mandado el rey. Partieron con todo su ejército, llegaron y acamparon cerca de Emaús, en la Tierra Baja. Los mercaderes de la región, que oyeron hablar de ellos, tomaron grandes sumas de plata y oro, además de grilletes, y se fueron al campamento con intención de adquirir como esclavos a los hijos de Israel. Se les unió también una fuerza de Idumea y del país de los filisteos. Judas y sus hermanos comprendieron que la situación era grave: el ejército estaba acampado dentro de su territorio y conocían la consigna del rey de destruir el pueblo y acabar con él. Y se dijeron unos a otros: «Levantemos a nuestro pueblo de la ruina y luchemos por nuestro pueblo y por el Lugar Santo.» Se convocó la asamblea para prepararse a la guerra, hacer oración y pedir piedad y misericordia. Pero Jerusalén estaba despoblada como un desierto, ninguno de sus hijos entraba ni salía; conculcado el santuario, hijos de extraños en la Ciudadela, convertida en albergue de gentiles. Había desaparecido la alegría de Jacob, la flauta y la lira habían enmudecido. Por eso, una vez reunidos, se fueron a Masfá, frente a Jerusalén, porque tiempos atrás había habido en Masfá un lugar de oración para Israel. Ayunaron aquel día, se vistieron de sayal, esparcieron ceniza sobre la cabeza y rasgaron sus vestidos. Desenrollaron el libro de la Ley para buscar en él lo que los gentiles consultan a las imágenes de sus ídolos. Trajeron los ornamentos sacerdotales, las primicias y los diezmos, e hicieron comparecer a los nazireos que habían cumplido el tiempo de su voto. Levantaron sus clamores al Cielo diciendo: «¿Qué haremos con éstos? ¿A dónde los llevaremos? Tu Lugar Santo está conculcado y profanado, tus sacerdotes en duelo y humillación, y ahí están los gentiles coligados contra nosotros para exterminarnos. Tú conoces lo que traman contra nosotros. ¿Cómo podremos resistir frente a ellos si no acudes en nuestro auxilio?» Hicieron sonar las trompetas y prorrumpieron en grandes gritos. A continuación, Judas nombró jefes del pueblo: jefes de mil hombres, de cien, de cincuenta y de diez. A los que estaban construyendo casas, a los que acababan de casarse o de plantar viñas y a los cobardes, les mandó, conforme a la Ley, que se volvieran a sus casas. Luego, se puso en marcha el ejército y acamparon al sur de Emaús. Judas les dijo: «Preparaos, revestíos de valor y estad dispuestos mañana temprano para entrar en batalla con estos gentiles que se han coligado contra nosotros para destruirnos y destruir nuestro Lugar Santo. Porque es mejor morir combatiendo que estarnos mirando las desdichas de nuestra nación y del Lugar Santo. Lo que el Cielo tenga dispuesto, lo cumplirá.» Gorgias, tomando 5.000 hombres y mil jinetes escogidos, partió con ellos de noche para caer sobre el campamento de los judíos y vencerles por sopresa. La gente de la Ciudadela los guiaba. Pero lo supo Judas y salió él a su vez con sus guerreros con intención de batir al ejército real que quebada en Emaús mientras estaban todavía dispersas las tropas fuera del campamento. Gorgias llegó de noche al campamento de Judas y al no encontrar a nadie, los estuvo buscando por las montañas, pues decía: «Estos van huyendo de nosotros.» Al rayar el día, apareció Judas en la llanura con 3.000 hombres. Sólo que no tenían las armas defensivas y las espadas que hubiesen querido, mientras veían el campamento de los gentiles fuerte, bien atrincherado, rodeado de la caballería y todos diestros en la guerra. Judas entonces dijo a los que con él iban: «No temáis a esa muchedumbre ni su pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo, cuando Faraón les perseguía con su ejército. Clamemos ahora al Cielo, a ver si nos tiene piedad, recuerda la alianza de nuestros padres y quebranta hoy este ejército ante nosotros. Entonces reconocerán todas las naciones que hay quien rescata y salva a Israel.» Los extranjeros alzaron los ojos y, viendo a los judíos que venían contra ellos, salieron del campamento a presentar batalla. Los soldados de Judas hicieron sonar la trompeta y entraron en combate. Salieron derrotados los gentiles y huyeron hacia la llanura. Los rezagados cayeron todos a filo de espada. Los persiguieron hasta Gázara y hasta las llanuras de Idumea, Azoto y Yamnia. Cayeron de ellos al pie de 3.000 hombres. Judas, al volver con su ejército de la persecución, dijo a su gente: «Contened vuestros deseos de botín, que otra batalla nos amenaza; Gorgias y su ejército se encuentran cerca de nosotros en la montaña. Haced frente ahora a nuestros enemigos y combatid con ellos; después podréis con tranquilidad haceros con el botín.» Apenas había acabado Judas de hablar, cuando se dejó ver un destacamento que asomaba por la montaña. Advirtieron éstos que los suyos habían huido y que el campamento había sido incendiado, como se lo daba a entender el humo que divisaban. Viéndolo se llenaron de pavor y al ver por otro lado en la llanura el ejército de Judas dispuesto para el combate, huyeron todos al país de los filisteos. Judas se volvió entonces al campamento para saquearlo. Recogieron mucho oro y plata, telas teñidas en púrpura marina, y muchas otras riquezas. De regreso cantaban y bendecían al Cielo: "Porque es bueno, porque es eterno su amor." Hubo aquel día gran liberación en Israel. Los extranjeros que habían podido escapar se fueron donde Lisias y le comunicaron todo lo que había pasado. Al oírles quedó consternado y abatido porque a Israel no le había sucedido lo que él quería ni las cosas habían salido como el rey se lo tenía ordenado. Al año siguiente, reunió Lisias 60.000 hombres escogidos y 5.000 jinetes para combatir contra ellos. Llegaron a Idumea y acamparon en Bet Sur. Judas fue a su encuentro con 10.000 hombres y cuando vio aquel poderoso ejército, oró diciendo: «Bendito seas, Salvador de Israel, que quebraste el ímpetu del poderoso guerrero por mano de tu siervo David y entregaste el ejército de los filisteos en manos de Jonatán, hijo de Saúl, y de su escudero. Pon de la misma manera este ejército en manos de tu pueblo Israel y queden corridos de sus fuerzas y de su caballería. Infúndeles miedo, rompe la confianza que en su fuerza ponen y queden abatidos con su derrota. Hazles sucumbir bajo la espada de los que te aman, y entonen himnos en tu alabanza todos los que conocen tu Nombre.» Vinieron a las manos y cayeron en el combate unos 5.000 hombres del ejército de Lisias. Al ver Lisias la derrota sufrida por su ejército y la intrepidez de los soldados de Judas, y cómo estaban resueltos a vivir o morir valerosamente, partió para Antioquía, donde reclutó mercenarios con ánimo de presentarse de nuevo en Judea con fuerzas más numerosas. Judas y sus hermanos dijeron: «Nuestros enemigos están vencidos; subamos, pues, a purificar el Lugar Santo y a celebrar su dedicación.» Se reunió todo el ejército y subieron al monte Sión. Cuando vieron el santuario desolado, el altar profanado, las puertas quemadas, arbustos nacidos en los atrios como en un bosque o en un monte cualquiera, y las salas destruidas, rasgaron sus vestidos, dieron muestras de gran dolor y pusieron ceniza sobre sus cabezas. Cayeron luego rostro en tierra y a una señal dada por las trompetas, alzaron sus clamores al Cielo. Judas dio orden a sus hombres de combatir a los de la Ciudadela hasta terminar la purificación del Lugar Santo. Luego eligió sacerdotes irreprochables, celosos de la Ley, que purificaron el Lugar Santo y llevaron las piedras de la contaminación a un lugar inmundo. Deliberaron sobre lo que había de hacerse con el altar de los holocaustos que estaba profanado. Con buen parecer acordaron demolerlo para evitarse un oprobio, dado que los gentiles lo habían contaminado. Lo demolieron, pues, y depositaron sus piedras en el monte de la Casa, en un lugar conveniente, hasta que surgiera un profeta que diera respuesta sobre ellas. Tomaron luego piedras sin labrar, como prescribía la Ley, y contruyeron un nuevo altar como el anterior. Repararon el Lugar Santo y el interior de la Casa y santificaron los atrios. Hicieron nuevos objetos sagrados y colocaron dentro del templo el candelabro, el altar del incienso y la mesa. Quemaron incienso sobre el altar y encendieron las lámparas del candelabro, que lucieron en el Templo. Pusieron panes sobre la mesa, colgaron las cortinas y dieron fin a la obra que habían emprendido. El día veinticinco del noveno mes, llamado Kisléu, del año 148, se levantaron al romper el día y ofrecieron sobre el nuevo altar de los holocaustos que habían construido un sacrificio conforme a la Ley. Precisamente fue inaugurado el altar, con cánticos, cítaras, liras y címbalos, en el mismo tiempo y el mismo día en que los gentiles la habían profanado. El pueblo entero se postró rostro en tierra, y adoró y bendijo al Cielo que los había conducido al triunfo. Durante ocho días celebraron la dedicación del altar y ofrecieron con alegría holocaustos y el sacrificio de comunión y acción de gracias. Adornaron la fachada del Templo con coronas de oro y pequeños escudos, restauraron las entradas y las salas y les pusieron puertas. Hubo grandísima alegría en el pueblo, y el ultraje inferido por los gentiles quedó borrado. Judas, de acuerdo con sus hermanos y con toda la asamblea de Israel, decidió que cada año, a su debido tiempo y durante ocho días a contar del veinticinco del mes de Kisléu, se celebrara con alborozo y regocijo el aniversario de la dedicación del altar. Por aquel tiempo, levantaron en torno al monte Sión altas murallas y fuertes torres, no fuera que otra vez se presentaran como antes los gentiles y lo pisotearan. Puso Judas allí una guarnición que lo defendiera y para que el pueblo tuviese una fortaleza frente a Idumea, fortificó Bet Sur. Cuando los pueblos circunvecinos supieron que había sido reconstruido el altar y restaurado como antes el santuario, se irritaron sobremanera. Decidieron acabar con los descendientes de Jacob que entre ellos vivían y comenzaron a matar y exterminar gente del pueblo. Judas movió la guerra a los hijos de Esaú en Idumea, al país de Acrabatena, porque tenían asediados a los israelitas. Les infligió fuerte derrota, les rechazó y se alzó con sus despojos. Recordó luego la maldad de los hijos de Baián, que eran un lazo y una trampa para el pueblo por las emboscadas que en los caminos le tendían. Les obligó a encerrarse en sus torres, les puso cerco y dándolos al anatema, abrasó las torres con todos los que estaban dentro. Pasó a continuación a los ammonitas, donde encontró una fuerte tropa y una población numerosa cuyo jefe era Timoteo. Después de muchos combates, los derrotó y deshizo. Ocupó Yazer y sus aldeas, y regresó a Judea. Los gentiles de Galaad se unieron para exterminar a los israelitas que vivían en su territorio, pero ellos se refugiaron en la fortaleza de Datemá. Enviaron cartas a Judas y sus hermanos diciéndoles: «Los gentiles que nos rodean se han unido para exterminarnos; se preparan para venir a tomar la fortaleza donde nos hemos refugiado, y Timoteo está al frente de su ejército. Ven, pues, ahora a librarnos de sus manos, que muchos de entre nosotros han caído ya; todos nuestros hermanos que vivían en el país de Tubías han sido muertos, llevados cautivos sus mujeres, hijos y bienes, y han perecido allí unos mil hombres.» Estaban todavía leyendo las cartas, cuando otros mensajeros, con los vestidos rasgados, llegaron de Galilea con esta noticia: «Se han unido los de Tolemaida, Tiro, Sidón y toda la Galilea de los Gentiles para acabar con nosotros.» Cuando Judas y el pueblo oyeron tales noticias, reunieron una gran asamblea para deliberar sobre lo que habían de hacer para socorrer a sus hermanos puestos en angustia y combatidos de enemigos. Judas dijo a su hermano Simón: «Toma gente contigo y parte a librar a tus hermanos de Galilea; mi hermano Jonatán y yo iremos a la región de Galaad.» Dejó para defensa de Judea a José, hijo de Zacarías, y a Azarías, jefe del pueblo, con el resto del ejército, dándoles esta orden: «Estad al frente del pueblo y no entréis en batalla con los gentiles hasta que nosotros regresemos.» Se le dieron 3.000 hombres a Simón para la campaña de Galilea y 8.000 a Judas para la de Galaad. Simón partió para Galilea y luego de empeñar muchos combates con los gentiles, los derrotó y los persiguió hasta la entrada de Tolemaida. Sucumbieron unos 3.000 gentiles y se llevó sus despojos. Tomó luego consigo a los judíos de Galilea y Arbattá, con sus mujeres, hijos y cuanto poseían, y en medio de una gran alegría los llevó a Judea. Por su parte, Judas Macabeo y su hermano Jonatán atravesaron el Jordán y caminaron tres jornadas por el desierto. Se encontraron con los nabateos, que les acogieron amistosamente y les pusieron al tanto de lo que les ocurría a sus hermanos de la región de Galaad: que muchos de ellos se encontraban encerrados en Bosorá y Bosor, en Alemá, Casfó, Maqued y Carnáyim, todas ellas ciudades fuertes y grandes; que también los había encerrados en las demás ciudades de la región de Galaad, y que sus enemigos habían fijado el día siguiente para atacar las fortalezas, tomarlas y exterminarlos a todos en un solo día. Inmediatamente Judas hizo que su ejército tomara el camino de Bosorá, a través del desierto; tomó la ciudad y después de pasar a filo de espada a todo varón y de saquearla por completo, la incendió. Partió de allí por la noche y avanzó hasta las cercanías de la fortaleza. Cuando, al llegar el día, alzaron los judíos sus ojos, vieron una muchedumbre innumerable que levantaba escalas e ingenios para tomar la plaza, y había comenzado ya el ataque. Al ver que el ataque se había iniciado y que un inmenso griterío y sonido de trompetas se levantaba de la ciudad hasta el cielo, Judas dijo a los hombres de su ejército: «Combatid hoy por vuestros hermanos.» Y, ordenados en tres columnas, les hizo avanzar detrás del enemigo tocando las trompetas y gritando invocaciones. El ejército de Timoteo, al reconocer que era Macabeo, huyeron ante él, sufrieron una fuerte derrota y dejaron tendidos unos 8.000 hombres aquel día. Volvióse luego Judas contra Alemá. La atacó, la tomó y después de matar a todos los varones y saquearla, la dio a las llamas. Partiendo de allí, se apoderó de Casfó, Maqued, Bosor y de las restantes ciudades de la región de Galaad. Después de estos acontecimientos, juntó Timoteo un nuevo ejército y acampó frente a Rafón, al otro lado del torrente. Judas envió a reconocer el campamento y le trajeron el siguiente informe: «Todos los gentiles de nuestro alrededor se le han unido y forman un ejército considerable. Tienen además, como auxiliares, árabes tomados a sueldo. Acampan al otro lado del torrente y están preparados para venir a atacarte.» Judas salió a su encuentro. Cuando se aproximaba con su ejército al torrente de agua, dijo Timoteo a los capitanes de sus tropas: «Si él lo pasa primero y viene sobre nosotros, no podremos resistirle, porque nos vencerá seguramente, pero si muestra miedo y acampa al otro lado del río, lo atravesaremos nosotros, iremos sobre él y le venceremos.» Cuando Judas llegó al borde del torrente de agua, situó a los escribas del pueblo a la orilla y les dio esta orden: «No dejéis acampar a nadie; que todos vayan al combate.» Pasó él el primero contra el enemigo y toda su gente le siguió. Los gentiles todos, derrotados ante ellos, tiraron las armas y corrieron a buscar refugio en el templo de Carnáyim. Pero los judíos tomaron la ciudad y quemaron el templo con todos los que había dentro. Carnáyim fue arrasada. Y ya nadie pudo resistir a Judas. Judas reunió a todos los israelitas de la región de Galaad, pequeños y grandes, a sus mujeres, hijos y bienes, una inmensa muchedumbre, para llevarlos al país de Judá. Llegaron a Efrón, ciudad importante y muy fuerte, situada en el camino. Necesariamente tenían que pasar por ella, por no haber posibilidad de desviarse ni a la derecha ni a la izquierda. Pero los habitantes les negaron el paso y bloquearon las entradas con piedras. Judas les envió un mensaje en son de paz diciéndoles: «Pasaremos por vuestro país para llegar al nuestro; nadie os hará mal alguno; no limitaremos a pasar a pie.» Pero no quisieron abrirle. Entonces Judas hizo anunciar por el ejército que cada uno tomara posición donde se encontrara. La gente de guerra tomó posición y Judas atacó la ciudad todo aquel día y toda la noche, hasta que cayó en sus manos. Hizo pasar a filo de espada a todos los varones, la arrasó, la saqueó, y atravesó la ciudad por encima de los cadáveres. Pasaron el Jordán para entrar en la Gran Llanura frente a Bet San. Judas fue durante toda la marcha recogiendo a los rezagados y animando al pueblo hasta llegar a la tierra de Judá. Subieron al monte Sión con alborozo y alegría y ofrecieron holocaustos por haber regresado felizmente sin haber perdido a ninguno de los suyos. Cuando Judas y Jonatán estaban en el país de Galaad, y su hermano Simón en Galilea, frente a Tolemaida, José, hijo de Zacarías, y Azarías, jefes del ejército, al oír las proezas y combates que aquéllos habían realizado, se dijeron: «Hagamos nosotros también célebre nuestro nombre saliendo a combatir a los gentiles de los alrededores.» Y dieron orden a la tropa que estaba bajo su mando de ir sobre Yamnia. Gorgias salió de la ciudad con su gente para irles al encuentro y entrar en batalla. Y José y Azarías fueron derrotados y perseguidos hasta la frontera de Judea. Sucumbieron aquel día alrededor de 2.000 hombres del pueblo de Israel. Sobrevino este grave revés al pueblo por no haber obedecido a Judas y sus hermanos, creyéndose capaces de grandes hazañas. Pero no eran ellos de aquella casta de hombres a quienes estaba confiada la salvación de Israel. El valiente Judas y sus hermanos alcanzaron gran honor ante todo Israel y todas las naciones a donde su nombre llegaba. Las muchedumbres se agolpaban a su alrededor para aclamarles. Salió Judas con sus hermanos a campaña contra los hijos de Esaú, al país del mediodía. Tomó Hebrón y sus aldeas, arrasó sus murallas y prendió fuego a las torres de su contorno. Partió luego en dirección al país de los filisteos y atravesó Marisá. Al querer señalarse tomando parte imprudentemente en el combate, cayeron aquel día algunos sacerdotes. Dobló luego Judas sobre Azoto, territorio de los filisteos, y destruyó sus altares, dio fuego a las imágenes de sus dioses y saqueó sus ciudades. Después, regresó al país de Judá. El rey Antíoco, en su recorrido por la región alta, tuvo noticia de que había una ciudad en Persia, llamada Elimaida, famosa por sus riquezas, su plata y su oro. Tenía un templo rico en extremo, donde se guardaban armaduras de oro, corazas y armas dejadas allí por Alejandro, hijo de Filipo, rey de Macedonia, que fue el primer rey de los griegos. Allá se fue con intención de tomar la ciudad y entrar a saco en ella. Pero no lo consiguió, porque los habitantes de la ciudad, al conocer sus propósitos, le ofrecieron resistencia armada, y tuvo que salir huyendo y marcharse de allí con gran tristeza para volverse a Babilonia. Todavía se hallaba en Persia, cuando llegó un mensajero anunciándole la derrota de las tropas enviadas a la tierra de Judá. Lisias, en primer lugar, había ido al frente de un poderoso ejército, pero había tenido que huir ante los judíos. Estos se habían crecido con las tropas y los muchos despojos tomados a los ejércitos vencidos. Habían destruido la Abominación levantada por él sobre el altar de Jerusalén. Habían rodeado de altas murallas como antes el santuario, así como a Bet Sur, ciudad del rey. Ante tales noticias, quedó el rey consternado, presa de intensa agitación, y cayó en cama enfermo de pesadumbre por no haberle salido las cosas como él quisiera. Muchos días permaneció allí, renovándosele sin cesar la profunda tristeza, hasta que sintió que se iba a morir. Hizo venir entonces a todos sus amigos y les dijo: «Huye el sueño de mis ojos y mi corazón desfallece de ansiedad. Me decía a mí mismo: ¿Por qué he llegado a este extremo de aflicción y me encuentro en tan gran tribulación, siendo así que he sido bueno y amado en mi gobierno? Pero ahora caigo en cuenta de los males que hice en Jerusalén, cuando me llevé los objetos de plata y oro que en ella había y envié gente para exterminar sin motivo a los habitantes de Judá. Reconozco que por esta causa me han sobrevenido los males presentes y muero de inmensa pesadumbre en tierra extraña.» Llamó luego a Filipo, uno de sus amigos, y le puso al frente de todo su reino. Le dio su diadema, sus vestidos y su anillo, encargándole que educara a su hijo Antíoco y le preparara para que fuese rey. Allí murió el rey Antíoco el año 149. Lisias, al saber la muerte del rey, puso en el trono a su hijo Antíoco, al que había educado desde niño, y le dio el sobrenombre de Eupátor. La guarnición de la Ciudadela tenía sitiado a Israel en el recinto del Lugar Santo; buscaba siempre ocasión de causarle mal y de ofrecer apoyo a los gentiles. Resuelto Judas a exterminarlos, convocó a todo el pueblo para sitiarles. El año 150, una vez reunidos, dieron comienzo al sitio de la Ciudadela y construyeron plataformas de tiro e ingenios de guerra. Pero algunos de los sitiados lograron romper el cerco y juntándoseles otros de entre los impíos de Israel, acudieron al rey para decirle: «¿Hasta cuándo vas a estar sin hacer justicia y sin vengar a nuestros hermanos? Nosotros aceptamos de buen grado servir a tu padre, seguir sus órdenes y obedecer sus edictos. Esta es la causa por la que nuestros conciudadanos se nos muestran hostiles. Han matado a cuantos de nosotros han caído en sus manos y nos han arrebatado nuestras haciendas. Pero no sólo han alzado su mano sobre nosotros, sino también sobre todos tus territorios. He aquí que hoy tienen puesto cerco a la Ciudadela de Jerusalén con intención de tomarla y han fortificado el santuario y Bet Sur. Si no te apresuras a atajarles, se atreverán a más, y ya te será imposible contenerles.» Al oírlo el rey, montó en cólera y convocó a todos sus amigos, capitanes del ejército y comandantes de la caballería. Le llegaron tropas mercenarias de otros reinos y de la islas del mar. El número de sus fuerzas era de 10.000 infantes, 20.000 jinetes y 32 elefantes adiestrados para la guerra. Viniendo por Idumea, pusieron cerco a Bet Sur y la atacaron durante mucho tiempo, valiéndose de ingenios de guerra. Pero los sitiados, en salidas que hacían, se los quemaban y peleaban valerosamente. Entonces Judas partió de la Ciudadela y acampó en Bet Zacaría, frente al campamento real. El rey se levantó de madrugada y puso en marcha el ejército con todo su ímpetu por el camino de Bet Zacaría. Los ejércitos se dispusieron para entrar en batalla y se tocaron las trompetas. A los elefantes les habían mostrado zumo de uvas y moras para prepararlos al combate. Las bestias estaban repartidas entre las falanges. Mil hombres, con cota de malla y casco de bronce en la cabeza, se alineaban al lado de cada elefante. Además, con cada bestia iban quinientos jinetes escogidos, que estaban donde el animal estuviese y le acompañaban adonde fuese, sin apartarse de él. Cada elefante llevaba sobre sí, sujeta con cinchas, una torre fuerte de madera como defensa y tres guerreros que combatían desde ella, además del conductor. Al resto de la caballería el rey lo colocó a un lado y otro, en los flancos del ejército, con la misión de hostigar al enemigo y proteger las falanges. Cuando el Sol dio sobre los escudos de oro y bronce, resplandecieron los montes a su fulgor y brillaron como antorchas encendidas. Una parte del ejército real se desplegó por las alturas de los montes, mientras algunos lo hicieron por el llano; y avanzaban con seguridad y buen orden. Se estremecían todos los que oían el griterío de aquella muchedumbre y el estruendo que levantaba al marchar y entrechocar las armas; era, en efecto, un ejército muy grande y fuerte. Judas y su ejército se adelantaron para entrar en batalla, y sucumbieron seiscientos hombres del ejército real. Eleazar, llamado Avarán, viendo una de las bestias que iba protegida de una coraza real y que aventajaba en corpulencia a todas las demás, creyó que el rey iba en ella, y se entregó por salvar a su pueblo y conseguir un nombre inmortal. Corrió audazmente hasta la bestia, metiéndose entre la falange, matando a derecha e izquierda y haciendo que los enemigos se apartaran de él a un lado y a otro; se deslizó debajo del elefante e hiriéndole por debajo, lo mató. Cayó a tierra el animal sobre él y allí murió Eleazar. Los judíos, al fin, viendo la potencia del reino y la impetuosidad de sus tropas, cedieron ante ellas. El ejército real subió a Jerusalén, al encuentro de los judíos, y el rey acampó contra Judea y contra el monte Sión. Hizo la paz con los de Bet Sur, que salieron de la ciudad al no tener allí víveres para sostener el sitio por ser año sabático para la tierra. El rey ocupó Bet Sur y dejó allí una guarnición para su defensa. Muchos días estuvo sitiando el santuario. Levantó allí plataformas de tiro e ingenios de guerra, lanzallamas, catapultas, escorpiones de lanzar flechas y hondas. Por su parte, los sitiados construyeron ingenios contra los ingenios de los otros y combatieron durante muchos días. Pero no había víveres en los almacenes, porque aquel era año séptimo, y además los israelitas liberados de los gentiles y traídos a Judea habían consumido las últimas reservas. Víctimas, pues, del hambre, dejaron unos pocos hombres en el Lugar Santo y los demás se dispersaron cada uno a su casa. Se enteró Lisias de que Filipo, aquel a quien el rey Antíoco había confiado antes de morir la educación de su hijo Antíoco para el trono, había vuelto de Persia y Media y con él las tropas que acompañaron al rey, y que trataba de hacerse con la dirección del gobierno. Entonces se apresuró a señalar la conveniencia de volverse, diciendo al rey, a los capitanes del ejército y a la tropa: «De día en día venimos a menos; las provisiones faltan; la plaza que asediamos está bien fortificada y los negocios del reino nos urgen. Demos, pues, la mano a estos hombres, hagamos la paz con ellos y con toda su nación y permitámosles vivir según sus costumbres tradicionales, pues irritados por habérselas abolido nosotros, se han portado de esta manera.» El rey y los capitanes aprobaron la idea y el rey envió a proponer la paz a los sitiados. Estos la aceptaron y el rey y los capitanes se la juraron. Con esta garantía salieron de la fortaleza y el rey entró en el monte Sión. Pero al ver la fortaleza de aquel lugar, violó el juramento que había hecho y ordenó destruir la muralla que lo rodeaba. Luego, a toda prisa, partió y volvió a Antioquía, donde encontró a Filipo dueño de la ciudad. Le atacó y se apoderó de la ciudad por la fuerza. El año 151, Demetrio, hijo de Seleuco, salió de Roma y, con unos pocos hombres, arribó a una ciudad marítima donde se proclamó rey. Cuando se disponía a entrar en la residencia real de sus padres, el ejército apresó a Antíoco y a Lisias para llevarlos a su presencia. Al saberlo, dijo: «No quiero ver sus caras.» El ejército los mató y Demetrio se sentó en su trono real. Entonces todos los hombres sin ley e impíos de Israel acudieron a él, con Alcimo al frente, que pretendía el sumo sacerdocio. Ya en su presencia, acusaron al pueblo diciendo: «Judas y sus hermanos han hecho perecer a todos tus amigos y a nosotros nos han expulsado de nuestro país. Envía, pues, ahora una persona de tu confianza, que vaya y vea los estragos que en nosotros y en la provincia del rey han causado, y los castigue a ellos y a todos los que les apoyan.» El rey eligió a Báquides, uno de los amigos del rey, gobernador de Transeufratina, grande en el reino y fiel al rey. Le envió con el impío Alcimo, a quien concedió el sacerdocio, a tomar venganza de los israelitas. Partieron con un ejército numeroso y en llegando a la tierra de Judá, enviaron mensajeros a Judas y sus hermanos con falsas proposiciones de paz. Pero éstos no hicieron caso de sus palabras, porque vieron que habían venido con un ejército numeroso. No obstante, un grupo de escribas se reunió con Alcimo y Báquides, tratando de encontrar una solución justa. Los asideos eran los primeros entre los israelitas en pedirles la paz, pues decían: «Un sacerdote del linaje de Aarón ha venido con el ejército: no nos hará ningún mal.» Habló con ellos amistosamente y les aseguró bajo juramento: «No intentaremos haceros mal ni a vosotros ni a vuestros amigos.» Le creyeron, pero él prendió a sesenta de ellos y les hizo morir en un mismo día, según la palabra que estaba escrita: = «Esparcieron la carne y la sangre de tus santos en torno a Jerusalén y no hubo quien les diese sepultura.» = Con esto, el miedo hacia ellos y el espanto se apoderó del pueblo, que decía: «No hay en ellos verdad ni justicia, pues han violado el pacto y el juramento que habían jurado.» Báquides partió de Jerusalén y acampó en Bet Zet. De allí mandó a prender a muchos que habían desertado donde él y a algunos del pueblo, los mató y los arrojó en el pozo grande. Luego puso la provincia en manos de Alcimo, dejó con él tropas que le sostuvieran y se marchó adonde el rey. Alcimo luchó por el sumo sacerdocio. Se le unieron todos los perturbadores del pueblo, se hicieron dueños de la tierra de Judá y causaron graves males a Israel. Viendo Judas todo el daño que Alcimo y los suyos hacían a los hijos de Israel, mayor que el que habían causado los gentiles, salió a recorrer todo el territorio de Judea para tomar venganza de los desertores y no dejarles andar por la región. Al ver Alcimo que Judas y los suyos cobraban fuerza y que él no podía resistirles, se volvió donde el rey y les acusó de graves delitos. El rey envió a Nicanor, uno de sus generales más distinguidos y enemigo declarado de Israel, y le mandó exterminar al pueblo. Nicanor llegó a Jerusalén con un ejército numeroso y envió a Judas y sus hermanos un insidioso mensaje de paz diciéndoles: «No haya lucha entre vosotros y yo; iré a veros amistosamente con una pequeña escolta.» Fue pues, donde Judas y ambos se saludaron amistosamente, pero los enemigos estaban preparados para raptar a Judas. Al conocer que había venido a él con engaños, se atemorizó Judas y no quiso verle más. Viendo descubiertos sus planes, Nicanor salió a enfrentarse con Judas cerca de Cafarsalamá. Cayeron unos quinientos hombres del ejército de Nicanor y los demás huyeron a la Ciudad de David. Después de estos sucesos, subió Nicanor al monte Sión. Salieron del Lugar Santo sacerdotes y ancianos del pueblo para saludarle amistosamente y mostrarle el holocausto que se ofrecía por el rey. Pero él se burló de ellos, les escarneció, les mancilló y habló insolentemente. Colérico, les dijo con juramento: «Si esta vez no se me entrega Judas y su ejército en mis manos, cuando vuelva, hecha la paz, prenderé fuego a esta Casa.» Y salió lleno de furor. Entraron los sacerdotes y, de pie ante el altar y el santuario, exclamaron llorando: «Tú has elegido esta Casa para que en ella fuese invocado tu Nombre y fuese casa de oración y súplica para tu pueblo; toma vengaza de este hombre y de su ejército y caigan bajo la espada. Acuérdate, de sus blasfemias y no les des tregua.» Nicanor partió de Jerusalén y acampó en Bet Jorón, donde se le unió un contingente de Siria. Judas acampó en Adasá con 3.000 hombres y oró diciendo: «Cuando los enviados del rey blasfemaron, salió tu Ángel y mató a 185.000 de ellos; destruye también hoy este ejército ante nosotros y reconozcan los que queden que su jefe profirió palabras impías contra tu Lugar Santo; júzgale según su maldad.» El día trece del mes de Adar trabaron batalla los ejércitos y salió derrotado el de Nicanor. Nicanor cayó el primero en el combate, y su ejército, al verle caído, arrojó las armas y se dio a la fuga. Les estuvieron persiguiendo un día entero, desde Adasá hasta llegar a Gázara, dando aviso tras ellos con el sonido de las trompetas. Salió gente de todos los pueblos judíos del contorno y, envolviéndoles, les obligaron a volverse los unos sobre los otros. Todos cayeron a espada; no quedó ni uno de ellos. Tomaron los despojos y el botín; cortaron la cabeza de Nicanor y su mano derecha, aquella que había extendido insolentemente, y las llevaron para exponerlas a la vista de Jerusalén. El pueblo se llenó de gran alegría; celebraron aquel día como un gran día de regocijo y acordaron conmemorarlo cada año el trece de Adar. El país de Judá gozó de sosiego por algún tiempo. La fama de los romanos llegó a oídos de Judas. Decían que eran poderosos, se mostraban benévolos con todos los que se les unían, establecían amistad con cuantos acudían a ellos (y eran poderosos). Le contaron sus guerras y las proezas que habían realizado entre los galos, cómo les habían dominado y sometido a tributo; todo cuanto habían hecho en la región de España para hacerse con las minas de plata y oro de allí, cómo se habían hecho dueños de todo el país gracias a su prudencia y perseverancia (a pesar de hallarse aquel país a larga distancia del suyo); a los reyes venidos contra ellos desde los confines de la tierra, los habían derrotado e inferido fuerte descalabro, y los demás les pagaban tributo cada año; habían vencido en la guerra a Filipo, a Perseo, rey de los Kittim, y a cuantos se habían alzado contra ellos, y los habían sometido; Antíoco el Grande, rey de Asia, había ido a hacerles la guerra con 120 elefantes, caballería, carros y tropas muy numerosas, y fue derrotado, le apresaron vivo y le obligaron, a él y a sus sucesores en el trono, a pagarles un gran tributo, a entregar rehenes y a ceder algunas de sus mejores provincias: la provincia índica, Media y Lidia, que le quitaron para dárselas al rey Eumeno; los de Grecia habían concebido el proyecto de ir a exterminarlos, y en sabiéndolo los romanos, enviaron contra ellos a un solo general, les hicieron la guerra, mataron a muchos de ellos, llevaron cautivos a sus mujeres y niños, saquearon sus bienes, subyugaron el país, arrasaron sus fortalezas y les sometieron a servidumbre hasta el día de hoy; a los demás reinos y a las islas, a cuantos en alguna ocasión les hicieron frente, los destruyeron y redujeron a servidumbre. En cambio, a sus amigos y a los que en ellos buscaron apoyo, les mantuvieron su amistad. Tienen bajo su dominio a los reyes vecinos y a los lejanos y todos cuantos oyen su nombre les temen. Aquellos a quienes quieren ayudar a conseguir el trono, reinan; y deponen a los que ellos quieren. Han alcanzado gran altura. No obstante, ninguno de ellos se ciñe la diadema ni se viste de púrpura para engreírse con ella. Se han creado un Consejo, donde cada día 320 consejeros deliberan constantemente en favor del pueblo para mantenerlo en buen orden. Confían cada año a uno solo el mando sobre ellos y el dominio de toda su tierra. Todos obedecen a este solo hombre sin que haya entre ellos envidias ni celos. Judas eligió a Eupólemo, hijo de Juan, y de Haqcós, y a Jasón, hijo de Eleazar, y los envió a Roma a concertar amistad y alianza, para sacudirse el yugo de encima, porque veían que el reino de los griegos tenía a Israel sometido a servidumbre. Partieron, pues, para Roma y luego de un larguísimo viaje, entraron en el Consejo, donde tomando la palabra, dijeron: Judas, llamado Macabeo, sus hermanos y el pueblo judío nos han enviado donde vosotros para concertar con vosotros alianza y paz y para que nos inscribáis en el número de vuestros aliados y amigos.» La propuesta les pareció bien. Esta es la copia de la carta que enviaron a Jerusalén, grabada en planchas de bronce, para que fuesen allí para ellos documento de paz y alianza: «Felicidad a los romanos y a la nación de los judíos por mar y tierra para siempre. Lejos de ellos la espada y el enemigo. Pero, si le sobreviene una guerra primero a Roma o a cualquiera de sus aliados en cualquier parte de sus dominios, la nación de los judíos luchará a su lado, según las circunstancias se lo dicten, de todo corazón. No darán a los enemigos ni les suministrarán trigo, armas, dinero ni naves. Así lo ha decidido Roma. Guardarán sus compromisos sin recibir compensación alguna. De la misma manera, si sobreviene una guerra primero a la nación de los judíos, los romanos lucharán a su lado, según las circunstancías se lo dicten, con toda el alma. No darán a los combatientes trigo, armas, dinero ni naves. Así lo ha decidido Roma. Guardarán sus compromisos sin dolo. En estos términos se han concertado los romanos con el pueblo de los judíos. Si posteriormente unos y otros deciden añadir o quitar algo, lo podrán hacer a su agrado, y lo que añadan o quiten será valedero. «En cuanto a los males que el rey Demetrio les ha causado, le hemos escrito diciéndole: "¿Por qué has hecho sentir pesadamente tu yugo sobre nuestros amigos y aliados los judíos? Si otra vez vuelven a quejarse de ti, nosotros les haremos justicia y te haremos la guerra por mar y tierra."» Cuando supo Demetrio que Nicanor y su ejército habían caído en la guerra, envió a la tierra de Judá, en una nueva expedición, a Báquides y Alcimo con el ala derecha de su ejército. Tomaron el camino de Galilea y pusieron cerco a Mesalot en el territorio de Arbelas; se apoderaron de ella y mataron mucha gente. El primer mes del año 152 acamparon frente a Jerusalén, de donde partieron con 20.000 hombres y 2.000 jinetes en dirección a Beerzet. Judas tenía puesto su campamento en Eleasá y estaban con él 3.000 hombres escogidos. Pero al ver la gran muchedumbre de los enemigos, les entró mucho miedo y muchos escaparon del campamento; no quedaron más que ochocientos hombres. Judas vio que su ejército estaba desbandado y que la batalla le apremiaba, y se le quebrantó el corazón, pues no había tiempo de volverlos a juntar. Aunque desfallecido, dijo a los que le habían quedado: «Levantémonos y subamos contra nuestros adversarios por si podemos hacerles frente.» Trataban de disuadirle diciéndole: «No podemos; salvemos nuestras vidas de momento y volvamos luego con nuestros hermanos para combatir contra ellos, que ahora estamos pocos.» Judas replicó: «¡Eso nunca, obrar así y huir ante ellos! Si nuestra hora ha llegado, muramos con valor por nuestros hermanos y no dejemos tacha a nuestra gloria.» Salió la tropa del campamento y se ordenó para irles al encuentro: la caballería dividida en dos escuadrones, arqueros y honderos en avanzadilla, y los más aguerridos en primera línea; Báquides ocupaba el ala derecha. La falange se acercó por los dos lados y tocaron las trompetas. Los que estaban con Judas tocaron también las suyas, y la tierra se estremeció con el estruendo de los ejércitos. Se trabó el combate y se mantuvo desde el amanecer hasta la caída de la tarde. Vio Judas que Báquides y sus mejores tropas se encontraban en la parte derecha; se unieron a él los más esforzados, y derrotaron al ala derecha y la persiguieron hasta los montes de Azara. Pero el ala izquierda, al ver derrotada el ala derecha, se volvió sobre los pasos de Judas y los suyos, por detrás. La lucha se encarnizó y cayeron muchos de uno y otro bando. Judas cayó y los demás huyeron. Jonatán y Simón tomaron a su hermano Judas y le dieron sepultura en el sepulcro de sus padres en Modín. Todo Israel le lloró, hizo gran duelo por él y muchos días estuvieron repitiendo esta lamentación: «¡Cómo ha caído el héroe que salvaba a Israel!» Las demás empresas de Judas, sus guerras, proezas que realizó, ocasiones en que alcanzó gloria, fueron demasiado numerosas para ser escritas. Con la muerte de Judas asomaron los sin ley por todo el territorio de Israel y levantaron cabeza todos los que obraban la iniquidad. Hubo entonces un hambre extrema y el país se pasó a ellos. Báquides escogió hombres impíos y los puso al frente del país. Se dieron éstos a buscar con toda su suerte de pesquisas a los amigos de Judas y los llevaban a Báquides, que les castigaba y escarnecía. Tribulación tan grande no sufrió Israel desde los tiempos en que dejaron de aparecer profetas. Entonces todos los amigos de Judas se reunieron y dijeron a Jonatán: «Desde la muerte de tu hermano Judas no tenemos un hombre semejante a él que salga y vaya contra los enemigos, contra Báquides y contra los que odian a nuestra nación. Por eso, te elegimos hoy a ti para que, ocupando el lugar de tu hermano, seas nuestro jefe y guía en la lucha que sostenemos.» En aquel momento Jonatán tomó el mando como sucesor de su hermano Judas. Al enterarse Báquides trataba de hacer morir a Jonatán. Pero Jonatán lo supo y su hermano Simón y todos sus partidarios y huyeron al desierto de Técoa, donde establecieron su campamento junto a las aguas de la cisterna de Asfar. (Báquides se enteró un día de sábado y pasó con todas las tropas al lado de allá del Jordán.) Jonatán envió a su hermano, jefe de la tropa, a pedir a sus amigos los nabateos autorización para dejar con ellos su impedimenta, que era mucha. Pero los hijos de Amrai, los de Medabá, hicieron una salida, se apoderaron de Juan y de cuanto llevaba y se alejaron con su presa. Después de esto, Jonatán y su hermano Simón, recibieron la noticia de que los hijos de Amrai celebraban una espléndida boda y traían de Nabatá, en medio de gran pompa, a la novia, hija de uno de los principales de Canaán. Recordaron entonces el sangriento fin de su hermano Juan y subieron a ocultarse al abrigo de la montaña. Al alzar los ojos, vieron que avanzaba en medio de confusa algazara una numerosa caravana, y que a su encuentro venía el novio, acompañado de sus amigos y hermanos, con tambores, música y gran aparato. Salieron entonces de su emboscada y cayeron sobre ellos para matarlos. Muchos cayeron muertos y los demás huyeron a la montaña. Se hicieron con todos sus despojos. =La boda acabó en duelo y la música en lamentación.= Una vez tomada venganza de la sangre de su hermano, se volvieron a las orillas pantanosas del Jordán. Al enterarse Báquides, vino el día de sábado con numerosa tropa a las riberas del Jordán. Jonatán dijo a su gente: «Levantémonos y luchemos por nuestras vidas, que hoy no es como ayer y anteayer. Delante de nosotros y detrás, la guerra; por un lado y por otro, las aguas del Jordán, las marismas, las malezas: no hay lugar a donde retirarse. Levantad, pues, ahora la voz al Cielo para salvaros de las manos de vuestros enemigos.» Entablado el combate, Jonatán tendió su mano para herir a Báquides y éste le esquivó echándose atrás, con lo que Jonatán y los suyos pudieron lanzarse al Jordán y ganar a nado la orilla opuesta. Sus enemigos no atravesaron el río en su persecución. Unos mil hombres del ejército de Báquides sucumbieron aquel día. Vuelto a Jerusalén, hizo Báquides levantar ciudades fortificadas en Judea: la fortaleza de Jericó, Emaús, Bet Jorón, Betel, Tamnatá, Faratón y Tefón, con altas murallas, puertas y cerrojos y puso en ellas guarniciones que hostilizaran a Israel. Fortificó también la ciudad de Bet Sur, Gázara y la Ciudadela, y puso en ellas tropas y depósitos de víveres. Tomó como rehenes a los hijos de los principales de la región y los dejó bajo guardia en la Ciudadela de Jerusalén. El segundo mes del año 153, ordenó Alcimo demoler el muro del atrio interior del Lugar Santo. Destruía con ello la obra de los profetas. Había comenzado la demolición, cuando en aquel tiempo sufrió Alcimo un ataque y su obra quedó parada. Se le obstruyó la boca y se le quedó paralizada, de suerte que no le fue posible ya pronunciar palabra ni dar disposiciones en la tocante a su casa. Alcimo murió entonces en medio de grandes sufrimientos. Cuando Báquides vio que había muerto Alcimo, se volvió adonde el rey y hubo tranquilidad en el país de Judá por espacio de dos años. Todos los sin ley se confabularon diciendo: «Jonatán y los suyos viven tranquilos y confiados. Hagamos, pues, venir ahora a Báquides y los prenderá a todos ellos en una sola noche.» Fueron a comunicar el plan con él, y Báquides se puso en marcha con un fuerte ejército. Envió cartas secretas a sus alidados de Judea ordenándoles prender a Jonatán y a los suyos. Pero no pudieron, porque fueron conocidas sus intenciones, antes bien ellos prendieron a unos cincuenta hombres de la región, cabecillas de esta maldad, y les dieron muerte. A continuación, Jonatán, Simón y los suyos se retiraron a Bet Basí, en el desierto, repararon lo que en aquella plaza estaba derruido y la fortificaron. En sabiéndolo Báquides, juntó a toda su gente y convocó a sus partidarios de Judea. Llegó y puso cerco a Bet Basí, la atacó durante muchos días y construyó ingenios de guerra. Jonatán, dejando a su hermano Simón en la ciudad, salió por la región y fue con una pequeña tropa, con la que derrotó en su campamento a Odomerá y a sus hermanos, así como a los hijos de Fasirón. Estos empezaron a herir y a subir con las tropas. Simón y sus hombres, por su parte, salieron de la ciudad y dieron fuego a los ingenios. Trabaron combate con Báquides, le derrotaron y le dejaron sumido en profunda amargura, porque habían fracasado su plan y su ataque. Montó en cólera contra los hombres sin ley que le habían aconsejado venir a la región, mató a muchos de ellos y decidió volverse a su tierra. Al saberlo, le envió Jonatán legados para concertar con él la paz y conseguir que les devolviera los prisioneros. Báquides aceptó y accedió a las peticiones de Jonatán. Se comprometió con juramento a no hacerle mal en todos los días de su vida, y le devolvió los prisioneros que anteriormente había capturado en el país de Judá. Partió luego para su tierra y no volvió más a territorio judío. Así descansó la espada en Israel. Jonatán se estableció en Mikmas, comenzó a juzgar al pueblo e hizo desaparecer de Israel a los impíos. El año 160, Alejandro Epífanes, hijo de Antíoco, vino por mar y ocupó Tolemaida donde, siendo bien acogido, se proclamó rey. Al tener noticia de ello, el rey Demetrio juntó un ejército muy numeroso y salió a su encuentro para combatir con él. Envió también Demetrio una carta amistosa a Jonatán en que prometía engrandecerle, porque se decía: «Adelantémonos a hacer la paz con ellos antes que Jonatán la haga con Filipo contra nosotros, al recordar los males que le causamos a él, a sus hermanos y a su nación.» Le concedía autorización para reclutar tropas, fabricar armamento y contarse entre sus aliados. Mandaba, además, que le fuesen entregados los rehenes que se encontraban en la Ciudadela. Jonatán fue a Jerusalén y leyó la carta a oídos de todo el pueblo y de los que ocupaban la Ciudadela. Les entró mucho miedo cuando oyeron que el rey le concedía autorización para reclutar tropas. La gente de la Ciudadela entregó los rehenes a Jonatán y él los devolvió a sus padres. Jonatán fijó su residencia en Jerusalén y se dio a reconstruir y restaurar la ciudad. Ordenó a los encargados de las obras levantar las murallas y rodear el monte Sión con piedras de sillería para fortificarlo, y así lo hicieron. Los extranjeros que ocupaban las fortalezas levantadas por Báquides, huyeron; abandonando sus puestos partieron cada uno para su país. Sólo en Bet Sur quedaron algunos de los que habían abandonado la Ley y los preceptos porque esta plaza era su refugio. El rey Alejandro se enteró de los ofrecimientos que Demetrio había hecho a Jonatán. Le contaron además las guerras y proezas que él y sus hermanos habían realizado y los trabajos que habían sufrido. Y dijo: «¿Podremos hallar otro hombre como éste? Hagamos de él un amigo y un aliado nuestro.» Le escribió, pues, y le envió una carta redactada en los siguientes términos: «El rey Alejandro saluda a su hermano Jonatán. Hemos oído que eres un valiente guerrero y digno de ser amigo nuestro. Por eso te nombramos hoy sumo sacerdote de tu nación y te concedemos el título de amigo del rey - le enviaba al mismo tiempo una clámide de púrpura y una corona de oro -. Por tu parte, haz tuya nuestra causa y guárdanos tu amistad.» El séptimo mes del año 160, con ocasión de la fiesta de las Tiendas, vistió Jonatán los ornamentos sagrados; reclutó tropas y fabricó gran cantidad de armanento. Demetrio, al saber lo sucedido, dijo disgustado: «¿Qué hemos hecho para que Alejandro se nos haya adelantado en ganar la amistad y el apoyo de los judíos? Les escribiré también yo con ofrecimientos de dignidades y riquezas para que sean auxiliares míos.» Y les escribió en estos términos: El rey Demetrio saluda a la nación de los judíos. Nos hemos enterado con satisfacción de que habéis guardado los términos de nuestra alianza y perseverado en nuestra amistad sin pasaros al bando de nuestros enemigos. Continuad, pues guardándonos fidelidad y os recompensaremos por todo lo que por nosotros hagáis. Os descargaremos de muchas obligaciones y os concederemos favores. Y ya desde ahora os libero y descargo a todos los judíos de las contribuciones, del impuesto de la sal y de las coronas. Renuncio también de hoy en adelante a percibir el tercio de los granos y la mitad de los frutos de los árboles que me correspondían, del país de Judá y también de los tres distritos que le son anexionados de Samaría -Galilea, a partir de hoy para siempre. Jerusalén sea santa y exenta, así como todo su territorio, sus diezmos y tributos. Renuncio asimismo a mi soberanía sobre la Ciudadela de Jerusalén y se la cedo al sumo sacerdote que podrá poner en ella de guarnición a los hombres que él elija. A todo judío llevado cautivo de Judá a cualquier parte de mi reino, le devuelvo la libertad sin rescate. Todos queden libres de tributo, incluso sobre sus ganados. Todas las fiestas, los sábados y los novilunios y, además del día fijado, los tres días que las preceden y los tres que las siguen, sean todos ellos días de inmunidad y franquicia para todos los judíos residentes en mi reino: nadie tendrá autorización para demandarles ni inquietarles a ninguno de ellos por ningún motivo. En los ejércitos del rey sean alistados hasta 30.000 judíos que percibirán la soldada asignada a las demás tropas del rey. De ellos, algunos serán apostados en las fortalezas importantes del rey y otros ocuparán puestos de confianza en el reino. Sus oficiales y jefes salgan de entre ellos, y vivan conforme a sus leyes, como lo ha dispuesto el rey para el país de Judá. Los tres distritos incorporados a Judea, de la provincia de Samaría, queden anexionados a Judea y contados por suyos, de modo que, sometidos a un mismo jefe, no acaten otra autoridad que la del sumo sacerdote. Entrego Tolemaida y sus dominios como obsequio al Lugar Santo de Jerusalén para cubrir los gastos normales del Lugar Santo. Por mi parte, daré cada año 15.000 siclos de plata, que se tomarán de los ingresos reales en las localidades convenientes. Todo el excedente que los funcionarios no hayan entregado como en años anteriores, lo darán desde ahora para las obras de la Casa. Además, los 5.000 siclos de plata que se deducían de los ingresos del Lugar Santo en la cuenta de cada año, los cedo por ser emolumento de los sacerdotes en servicio del culto. Todo aquel que por deudas con los impuestos reales, o por cualquier otra deuda, se refugie en el Templo de Jerusalén o en su recinto, quede inmune, él y cuantos bienes posea en mi reino. Los gastos que se originen de las construcciones y reparaciones en el Lugar Santo correrán a cuenta del rey. Los gastos de la construcción de las murallas de Jerusalén y la fortificación de su recinto correrán asimismo a cuenta del rey, como también la reconstrucción de murallas en Judea.» Cuando Jonatán y el pueblo oyeron tales ofrecimientos, no les dieron crédito ni los aceptaron, porque recordaban los graves males que Demetrio había causado a Israel y la opresión tan grande a que les había sometido. Se decidieron, pues, por el partido de Alejandro que, a su parecer, les ofrecía mayores ventajas y fueron aliados suyos en todo tiempo. El rey Alejandro juntó un gran ejército y acampó frente a Demetrio. Los dos reyes trabaron combate y salió huyendo el ejército de Alejandro. Demetrio se lanzó en su persecución y prevaleció sobre ellos. Mantuvo vigorosamente el combate hasta la puesta del Sol. Pero en aquella jornada Demetrio sucumbió. Alejandro envió embajadores a Tolomeo, rey de Egipto, con el siguiente mensaje: «Vuelto a mi reino, me he sentado en el trono de mis padres y ocupado el poder después de derrotar a Demetrio y hacerme dueño de nuestro país; porque trabé combate con él y luego de derrotarle a él y a su ejército, nos hemos sentado en su trono real. Establezcamos, pues, vínculos de amistad entre nosotros y dame a tu hija por esposa; seré tu yerno y te haré, como a ella, presentes dignos de ti.» El rey Tolomeo le contestó diciendo: «¡Dichoso el día en que, vuelto al país de tus padres, te sentaste en el trono de su reino! Pues bien, haré por tí lo que has escrito. Pero ven a encontrarme en Tolemaida donde nos veamos el uno al otro, y te tomaré por yerno como has dicho.» Tolomeo partió de Egipto llevando consigo a su hija Cleopatra y llegó a Tolemaida. Era el año 162. El rey Alejandro fue a su encuentro, y Tolomeo le entregó a su hija Cleopatra y celebró la boda en Tolemaida con la gran magnificencia que suelen los reyes. El rey Alejandro escribió a Jonatán que fuera a verle. Partió éste con gran pompa hacia Tolemaida, se entrevistó con los reyes, les dio a ellos y a sus amigos plata y oro, les hizo numerosos presentes y halló gracia a sus ojos. Entonces se unieron contra él algunos rebeldes, peste de Israel, para querellarse de él, pero el rey no les hizo ningún caso; antes bien, dio orden de que le quitaran a Jonatán sus vestidos y le vistieran de púrpura. Cumplida la orden, le hizo el rey sentar a su lado y dijo a sus capitanes: «Salid con él por medio de la ciudad y anunciad a voz de heraldo que nadie le levante acusación alguna ni le molesten por ningún motivo.» Sus acusadores, que vieron el honor que a voz de heraldo se le hacía y a él vestido de púrpura, huyeron todos. El rey, queriendo honrarle, le inscribió entre sus primeros amigos y le nombró estratega y meridarca. Jonatán regresó a Jerusalén con paz y alegría. El año 165, Demetrio, hijo de Demetrio, vino de Creta al país de sus padres. Al enterarse el rey Alejandro, quedó muy disgustado y se volvió a Antioquía. Demetrio confirmó a Apolonio como gobernador de Celesiria, el cual, juntando un numeroso ejército, acampó en Yamnia y envió a decir a Jonatán, sumo sacerdote: «Tú eres el único en levantarte contra nosotros, y por tu causa he venido a ser yo objeto de irrisión y desprecio. ¿Por qué ejerces tu poder contra nosotros desde las montañas? Si es que tienes confianza en tus fuerzas, baja ahora a encontrarte con nosotros en la llanura y allí nos mediremos, que conmigo está la fuerza de las ciudades. Pregunta y sabrás quién soy yo y quiénes los auxiliares nuestros. Ellos dicen que no podréis manteneros frente a nosotros, que ya dos veces tus padres fueron derrotados en su país, y que ahora no podrás resistir a la caballería y a un ejército tan grande en la llanura donde no hay piedra ni roca ni lugar donde huir.» Cuando Jonatán oyó las palabras de Apolonio, se le sublevó el espíritu. Escogió 10.000 hombres y partió de Jerusalén. Su hermano Simón fué a su encuentro para ayudarle. Acampó frente a Joppe. Los de la ciudad le cerraron las puertas, porque había en Joppe una guarnición de Apolonio. La atacaron y la gente de la ciudad, atemorizada, les abrió las puertas, y Jonatán se hizo dueño de Joppe. Cuando Apolonio se enteró, puso en pie de guerra 3.000 jinetes y un numeroso ejército y partió en dirección a Azoto, como que quería pasar por allí, pero al mismo tiempo se iba adentrando en la llanura porque tenía mucha caballería y confiaba en ella. Jonatán fue tras él persiguiéndole hacia Azoto y ambos ejércitos trabaron combate. Había dejado Apolonio mil jinetes ocultos a espaldas de ellos. Se dio cuenta Jonatán de que a sus espaldas había una emboscada. Estos rodearon su ejército y dispararon tiros sobre la tropa desde la mañana hasta el atardecer; pero la tropa se mantuvo firme, como lo había ordenado Jonatán, y los caballos de los enemigos se cansaron. Sacó entonces Simón su ejército y atacó a la falange - pues ya la caballería estaba agotada - la derrotó y puso en fuga, mientras la caballería se desbandaba por la llanura. En su huida llegaron a Azoto y entraron en Bet Dagón, el templo de su ídolo, para salvarse. Pero Jonatán prendió fuego a Azoto y a las ciudades que la rodeaban, se hizo con el botín y abrasó el templo de Dagón y a los que en él se habían refugiado. Los muertos por la espada y los abrasados por el fuego fueron unos 8.000 hombres. Partió de allí Jonatán y acampó frente a Ascalón, donde los habitantes salieron a recibirle con grandes honores. Luego Jonatán regresó a Jerusalén con los suyos, cargados de rico botín. Cuando el rey Alejandro se enteró de estos acontecimientos, concedió nuevos honores a Jonatán, le envió una fíbula de oro, como es costumbre conceder a los parientes de los reyes, y le dio en propiedad Acarón y todo su territorio. El rey de Egipto reunió fuerzas numerosas como las arenas que hay a orillas del mar y muchas naves. Intentaba hacerse por astucia con el reino de Alejandro y unirlo al suyo. Salió, pues, para Siria en son de paz y la gente de las ciudades le abría las puertas y salía a su encuentro, ya que tenían orden del rey Alejandro de salir a recibirle por ser suegro suyo. Pero una vez que entraba en las ciudades, Tolomeo ponía tropas de guarnición en cada una de ellas. Cuando llegó cerca de Azoto le mostraron el templo de Dagón incendiado, la ciudad y sus aldeas destruidas, los cadáveres por el suelo y los restos calcinados de los abrasados en la guerra, pues habían hecho montones de ellos por el recorrido del rey. Le contaron lo que Jonatán había hecho para que el rey le censurara, pero el rey guardó silencio. Jonatán fue al encuentro del rey a Joppe con fasto; se saludaron y pasaron allí aquella noche. Acompañó Jonatán al rey hasta el río llamado Eléuteros y regresó a Jerusalén. Por su parte el rey Tolomeo se hizo dueño de las ciudades de la costa hasta Seleucia Marítima y meditaba planes malvados contra Alejandro. Envió embajadores al rey Demetrio diciéndole: «Ven y concertemos entre nosotros una alianza. Te daré mi hija, la que tiene Alejandro, y reinarás en el reino de tu padre. Estoy arrepentido de haberle dado mi hija pues ha intentado asesinarme.» Le hacía estos cargos porque codiciaba su reino. Quitándole, pues, su hija se la dio a Demetrio, rompió con Alejandro y quedó manifiesta la enemistad entre ambos. Tolomeo entró en Antioquía y se ciñó la diadema de Asia, con lo que rodeó su frente de dos diademas, la de Egipto y la de Asia. En este tiempo se encontraba el rey Alejandro en Cilicia por haberse sublevado la gente de aquella región. Al saber lo que ocurría, vino a luchar contra él. Tolomeo salió con fuerzas poderosas, fue a su encuentro y le derrotó. Alejandro huyó a Arabia buscando un refugio allí y el rey Tolomeo quedó triunfador. El árabe Zabdiel cortó la cabeza a Alejandro y se la envió a Tolomeo. Pero tres días después murió el rey Tolomeo y los que estaban en sus plazas fuertes perecieron a manos de los que las habitaban. Demetrio comenzó a reinar el año 167. Por aquellos días juntó Jonatán a los de Judea para atacar la Ciudadela de Jerusalén y levantó contra ella muchos ingenios de guerra. Entonces algunos rebeldes que odiaban a su nación acudieron al rey a anunciarle que Jonatán tenía puesto cerco a la Ciudadela. La noticia le irritó, y nada más oírla, se puso en marcha y vino a Tolemaida. Escribió a Jonatán que cesara en el cerco y que viniera a verle lo antes posible a Tolemaida para entrevistarse con él. Al enterarse, ordenó Jonatán que se siguiese el cerco, eligió ancianos de Israel y sacerdotes y se expuso a sí mismo al peligro. Tomando plata, oro, vestidos y otros presentes en gran cantidad, partió a verse con el rey en Tolemaida y halló gracia ante él. Algunos sin ley de la nación le acusaron, pero el rey le trató como le habían tratado sus predecesores y le honró en presencia de todos sus amigos. Le confirmó en el sumo sacerdocio y en todos los honores que antes tenía, e hizo que se le contara entre sus primeros amigos. Jonatán pidió al rey que dejara libres de impuesto a Judea y a los tres distritos de Samaría, a cambio de trescientos talentos que le prometía. Accedió el rey y escribió a Jonatán una carta sobre todos estos puntos redactada de la forma siguiente: «El rey Demetrio saluda a su hermano Jonatán y a la nación de los judíos. Os escribimos también a vosotros una copia de la carta que sobre vosotros hemos escrito a nuestro pariente Lástenes para que la conozcáis: El rey Demetrio saluda a su padre Lástenes. Por sus buenas disposiciones hacia nosotros hemos decidido conceder favores a la nación de los judíos, que son amigos nuestros y observan lo que es justo con nosotros. Les confirmamos la posesión del territorio de Judea y de los tres distritos de Aferema, Lidda y Ramatáyim que han sido desprendidos de Galilea y agregados a Judea con todas sus dependencias en favor de los que sacrifican en Jerusalén, a cambio de los derechos reales que el rey percibía de ellos antes cada año por los productos de la tierra y el fruto de los árboles. En cuanto a los otros derechos que tenemos sobre los diezmos y tributos nuestros, sobre las salinas y coronas que se nos deben, les concedemos desde ahora una exención total. No será derogada ni una de estas concesiones a partir de ahora en ningún tiempo. Procurad hacer una copia de estas disposiciones que le sea entregada a Jonatán para ponerla en el monte santo en lugar visible.» El rey Demetrio, viendo que el país estaba en calma bajo su mando y que nada le ofrecía resistencia, licenció todas sus tropas mandando a cada uno a su lugar, excepto las tropas extranjeras que había reclutado en las islas de las naciones. Todas las tropas que había recibido de sus padres se enemistaron con él. Entonces Trifón, antiguo partidario de Alejandro, al ver que todas las tropas murmuraban contra Demetrio, se fue donde el árabe Yamlikú que criaba al niño Antíoco, hijo de Alejandro, y le instaba a que se lo entregase para ponerlo en el trono de su padre. Le puso al corriente de toda la actuación de Demetrio y del odio que le tenían sus tropas. Permaneció allí muchos días. Entre tanto envió Jonatán a pedir al rey Demetrio que retirara las guarniciones de la Ciudadela de Jerusalén y de las plazas fuertes porque hostilizaban a Israel. Demetrio envió a decir a Jonatán: «No sólo haré esto por ti y por tu nación, sino que os colmaré de honores a ti y a tu nación cuando tenga oportunidad. Pero ahora harás bien en enviarme hombres en mi auxilio, pues todas mis tropas me han abandonado.» Jonatán le envió a Antioquía 3.000 guerreros valientes, y cuando llegaron, el rey experimentó gran satisfacción con su venida. Se amotinaron en el centro de la ciudad los ciudadanos, al pie de 120.000, y querían matar al rey. Él se refugió en el palacio, y los ciudadanos ocuparon las calles de la ciudad y comenzaron el ataque. El rey llamó entonces en su auxilio a los judíos, que se juntaron todos en torno a él y luego se diseminaron por la ciudad. Aquel día llegaron a matar hasta 100.000. Prendieron fuego a la ciudad, se hicieron ese mismo día con un botín considerable y salvaron al rey. Cuando los de la ciudad vieron que los judíos dominaban la ciudad a su talante, perdieron el ánimo y levantaron sus clamores al rey suplicándole: «Danos la mano y cesen los judíos en sus ataques contra nosotros y contra la ciudad.» Depusieron las armas e hicieron la paz. Los judíos alcanzaron gran gloria ante el rey y ante todos los de su reino y se volvieron a Jerusalén con un rico botín. El rey Demetrio se sentó en el trono de su reino y la tierra quedó sosegada en su presencia. Pero faltó a todas sus promesas y se indispuso con Jonatán. Lejos de corresponder a los servicios que le había prestado, le causaba graves molestias. Después de estos acontecimientos, volvió Trifón y con él Antíoco, niño todavía, que se proclamó rey y se ciñó la diadema. Todas las tropas que Demetrio había licenciado se unieron a él y salieron a luchar contra Demetrio, le derrotaron y le pusieron en fuga. Trifón tomó los elefantes y se apoderó de Antioquía. El joven Antíoco escribió a Jonatán diciéndole: «Te confirmo en el sumo sacerdocio, te pongo al frente de los cuatro distritos y quiero que te cuentes entre los amigos del rey.» Le envió copas de oro y un servicio de mesa, y le concedió autorización de beber en copas de oro, vestir púrpura y llevar fíbula de oro. A su hermano Simón le nombró estratega desde la Escalera de Tiro hasta la frontera de Egipto. Jonatán salió a recorrer la Transeufratina y sus ciudades, y todas las tropas de Siria se le unieron como aliadas. Llegó a Ascalón y los habitantes de la ciudad le salieron a recibir con muchos honores. De allí pasó a Gaza donde los habitantes le cerraron las puertas. Entonces la sitió y entregó sus arrabales a las llamas y al pillaje. Los de la ciudad vinieron a suplicarle y Jonatán les dio la mano, pero tomó como rehenes a los hijos de los jefes y los envió a Jerusalén. A continuación, siguió recorriendo la región hasta Damasco. Jonatán se enteró de que los generales de Demetrio se habían presentado en Kedes de Galilea con un ejército numeroso para apartarle de su cargo. Entonces dejó en el país a su hermano Simón y salió a su encuentro. Simón acampó frente a Bet Sur, la atacó durante muchos días y la bloqueó. Le pidieron que les diese la mano y él se la dio. Les hizo salir de allí, ocupó la ciudad y puso en ella una guarnición. Por su parte, Jonatán y su ejército acamparon junto a las aguas de Gennesar, y muy de madrugada partieron para la llanura de Asor donde el ejército extranjero les vino al encuentro en la llanura después de dejar hombres emboscados en los montes. Mientras este ejército se presentaba de frente, surgieron de sus puestos los emboscados y entablaron combate. Todos los hombres de Jonatán se dieron a la fuga sin que quedara ni uno de ellos, a excepción de Matatías, hijo de Absalón, y de Judas, hijo de Kalfi, capitanes del ejército. Jonatán entonces rasgó sus vestidos, echó polvo sobre su cabeza y oró. Vuelto al combate, derrotó al enemigo y le puso en fuga. Al verlo, sus hombres que huían volvieron a él y con él persiguieron al enemigo hasta su campamento en Kedes y acamparon allí. Cayeron aquel día del ejército extranjero hasta 3.000 hombres. Jonatán regresó a Jerusalén. Viendo Jonatán que las circunstancias le eran favorables, escogió hombres y los envió a Roma con el fin de confirmar y renovar la amistad con ellos. Con el mismo objeto envió cartas a los espartanos y a otros lugares. Se fueron, pues, a Roma y entrando en el Senado dijeron: «Jonatán, sumo sacerdote, y la nación de los judíos nos han enviado para que se renueve con ellos la amistad y la alianza como antes.» Les dieron los romanos cartas para la gente de cada lugar recomendando que se les condujera en paz hasta el país de Judá. Esta es la copia de la carta que escribió Jonatán a los espartanos: «Jonatán, sumo sacerdote, el senado de la nación, los sacerdotes y el resto del pueblo judío saludan a sus hermanos los espartanos. Ya en tiempos pasados, Areios, que reinaba entre vosotros, envió una carta al sumo sacerdote Onías en que le decía que erais vosotros hermanos nuestros como lo atestigua la copia adjunta. Onías recibió con honores al embajador y tomó la carta que hablaba claramente de alianza y amistad. Nosotros, aunque no tenemos necesidad de esto por tener como consolación los libros santos que están en nuestras manos, hemos procurado enviaros embajadores para renovar la fraternidad y la amistad con vosotros y evitar que vengamos a seros extraños, pues ha pasado mucho tiempo ya desde que nos enviasteis vuestra embajada. Por nuestra parte, en las fiestas y demás días señalados, os recordamos sin cesar en toda ocasión en los sacrificios que ofrecemos y en nuestras oraciones, como es justo y conveniente acordarse de los hermanos. Nos alegramos de vuestra gloria. A nosotros, en cambio, nos han rodeado muchas tribulaciones y guerras, pues nos hemos visto atacados por los reyes vecinos. Pero en estas luchas no hemos querido molestaros a vosotros ni a los demás aliados y amigos nuestros, porque contamos con el auxilio del Cielo que, viniendo en nuestra ayuda, nos ha librado de nuestros enemigos y a ellos los ha humillado. Hemos, pues, elegido a Numenio, hijo de Antíoco, y a Antípatro, hijo de Jasón, y les hemos enviado a los romanos para renovar la amistad y la alianza que antes teníamos, y les hemos dado orden de pasar también donde vosotros para saludaros y entregaros nuestra carta sobre la renovación de nuestra fraternidad. Y ahora haréis bien en contestarnos a esto.» Esta es la copia de la carta enviada a Onías: «Areios, rey de los espartanos, saluda a Onías, sumo sacerdote. Se ha encontrado un documento relativo a espartanos y judíos de que son hermanos y que son de la raza de Abraham. Y ahora que estamos enterados de esto, haréis bien escribiéndonos sobre vuestro bienestar. Nosotros por nuestra parte os escribimos: Vuestro ganado y vuestros bienes son nuestros, y los nuestros vuestros son. Damos orden de que se os envíe un mensaje en tal sentido.» Tuvo noticia Jonatán de que los generales de Demetrio habían vuelto con fuerzas mayores que antes con ánimo de atacarle. Partió, pues, de Jerusalén y fue a encontrarles a la región de Jamat, sin darles tiempo a irrumpir en su país. Envió exploradores al campamento enemigo y supo por ellos, a su vuelta, que los enemigos estaban dispuestos para caer sobre ellos a la noche. Cuando se puso el Sol, ordenó Jonatán a los suyos que se mantuviesen despiertos y sobre las armas toda la noche, preparados para entrar en combate, y dispuso avanzadillas alrededor del campamento. Cuando supieron los enemigos que Jonatán y los suyos estaban preparados para el combate, sintieron miedo y, llenos de pánico, encendieron fogatas por su campamento y se retiraron. Jonatán y los suyos, como veían brillar las fogatas, no se percataron de su partida hasta el amanecer. Entonces se lanzó Jonatán en su persecución, pero no les pudo dar alcance porque habían atravesado ya el río Eléuteros. Jonatán se volvió contra los árabes llamados zabadeos, los derrotó y se hizo con sus despojos. Levantó luego el campamento, llegó a Damasco y recorrió toda la región. Simón por su parte hizo una expedición hasta Ascalón y las plazas vecinas. Se volvió luego hacia Joppe y la tomó, pues había oído que sus habitantes querían entregar aquella plaza fuerte a los partidarios de Demetrio, y dejó en ella una guarnición para defenderla. Jonatán, de vuelta, reunió la asamblea de los ancianos del pueblo, y decidió con ellos edificar fortalezas en Judea, dar mayor altura a las murallas de Jerusalén y levantar un alto muro entre la Ciudadela y la ciudad para separarlas y para que quedara la Ciudadela aislada y no pudieran comprar ni vender. Se reunieron, pues, para reconstruir la ciudad, pues había caído un trecho de la muralla que daba al torrente por la parte de levante; restauró también el barrio llamado Cafenatá. Por su lado, Simón reconstruyó Jadidá en la Tierra Baja, la fortificó y la guarneció de puertas y cerrojos. Trifón aspiraba a reinar en Asia, ceñirse la diadema y extender su mano contra el rey Antíoco. Temiendo que Jonatán se lo estorbara y le hiciera la guerra, trataba de apoderarse de él y matarle. Se puso, pues, en marcha y llegó a Bet San. Jonatán salió a su encuentro con 40.000 hombres escogidos para la guerra y llegó a Bet San. Vio Trifón que había venido con un ejército numeroso y temió extender la mano contra él. Le recibió con honores, le presentó a todos sus amigos, le hizo regalos y dio orden a sus amigos y a sus tropas que le obedeciesen como a él mismo. Y dijo a Jonatán: «¿Por qué has fatigado a toda esta gente no habiendo guerra entre nosotros? Envíalos a sus casas, elige algunos hombres que te acompañen y ven conmigo a Tolemaida. Te entregaré la ciudad, las demás fortalezas, el resto de las fuerzas y a todos los funcionarios, y luego emprenderé el regreso pues para eso he venido.» Le creyó Jonatán y obró como le decía: despachó sus tropas, que partieron para el país de Judá, y conservó consigo 3.000 hombres de los cuales dejó 2.000 en Galilea y mil le acompañaron. Pero apenas entró Jonatán en Tolemaida cuando los tolemaiditas cerraron las puertas, le apresaron a él y pasaron a filo de espada a cuantos con él habían entrado. Envió Trifón tropas y caballería a Galilea y a la Gran Llanura para acabar con todos los partidarios de Jonatán, pero éstos, enterados de que él había sido apresado y muerto con los que le acompañaban, se animaron unos a otros y avanzaron, cerradas las filas, prontos para combatir. Sus perseguidores, al ver que luchaban por su vida, se volvieron. Aquéllos llegaron todos en paz al país de Judá, lloraron a Jonatán y a sus compañeros y un gran temor se apoderó de ellos. Todo Israel hizo un gran duelo. Todos los gentiles circunvecinos trataban de aniquilarles: «No tienen jefe - decían - ni quien les ayude. Esta es la ocasión de atacarles y borrar su recuerdo de entre los hombres.» Supo Simón que había juntado Trifón un ejército numeroso para ir a devastar el país de Judá. Viendo al pueblo espantado y medroso, subió a Jerusalén, reunió al pueblo y le exhortó diciendo: «Vosotros sabéis todo lo que hemos hecho mis hermanos, la casa de mi padre y yo por la Ley y el Lugar Santo, y las guerras y tribulaciones que hemos sufrido. Por esta causa, por Israel, han muerto mis hermanos todos y he quedado yo solo. Lejos de mí ahora mirar por salvar mi vida en cualquier tiempo de angustia, que no soy yo mejor que mis hermanos; sino que vengaré a mi nación, al Lugar Santo y a vuestras mujeres e hijos, puesto que, impulsados por el odio, se han unido todos los gentiles para aniquilarnos.» Al oír estas palabras, se enardecieron los ánimos del pueblo y respondieron en alta voz diciendo: «Tú eres nuestro guía en lugar de Judas y de tu hermano Jonatán; toma la dirección de nuestra guerra y haremos cuanto nos mandes». Reunió entonces Simón a todos los hombres aptos para la guerra y se dio prisa en acabar las murallas de Jerusalén hasta que la fortificó en todo su contorno. Envió a Jonatán, hijo de Absalón, a Joppe con un importante destacamento, el cual expulsó a los que en la ciudad estaban y se estableció en ella. Partió Trifón de Tolemaida con un ejército numeroso para entrar en el país de Judá llevando consigo prisionero a Jonatán. Simón puso su campamento en Jadidá, frente a la llanura. Al enterarse Trifón de que Simón había sucedido en el mando a su hermano Jonatán y que estaba preparado para entrar con él en batalla, le envió mensajeros diciéndole: «Tenemos detenido a tu hermano Jonatán por las deudas contraídas con el tesoro real en el desempeño de su cargo. Envíanos, pues, cien talentos de plata y a dos de sus hijos como rehenes, no sea que una vez libre se rebele contra nosotros. Entonces le soltaremos.» Simón, aunque se dio cuenta de que le hablaban con falsedad, envió a buscar el dinero y los niños para no provocar contra sí una gran enemistad del pueblo que diría: «Porque no envié yo el dinero y los niños, ha muerto Jonatán.» Envió, pues, los niños y los cien talentos, pero Trifón faltó a su palabra y no soltó a Jonatán. Después de esto, se puso Trifón en marcha para invadir la región y devastarla. Dio un rodeo por el camino de Adorá, mientras Simón y su ejército obstaculizaban su marcha dondequiera que iba. Los de la Ciudadela enviaron a Trifón legados dándole prisa a que viniese donde ellos a través del desierto y les enviase víveres. Preparó Trifón toda su caballería para ir, pero aquella noche cayó tal cantidad de nieve que le impidió acudir allá. Partió de allí y se fue a la región de Galaad. Cuando se encontraba cerca de Bascamá, hizo matar a Jonatán, que fue enterrado allí. Luego dio Trifón la vuelta y se marchó a su país. Envió Simón a recoger los huesos de su hermano Jonatán y le dio sepultura en Modín, ciudad de sus padres. Todo Israel hizo gran duelo por él y le lloró muchos días. Simón construyó sobre el sepulcro de su padre y sus hermanos un mausoleo alto, que pudiera verse, de piedras pulidas por delante y por detrás. Levantó siete pirámides, una frente a otra, dedicadas a su padre, a su madre y a sus cuatro hermanos. Levantó alrededor de ellas grandes columnas y sobre las columnas hizo panoplias para recuerdo eterno. Al lado de las panoplias esculpió unas naves que pudieran ser contempladas por todos los que navegaran por el mar. Tal fue el mausoleo que construyó en Modín y que subsiste en nuestros días. Trifón, procediendo insidiosamente con el joven rey Antíoco, le dio muerte. Ocupó el reino en su lugar, se ciñó la diadema de Asia y causó grandes estragos en el país. Simón, por su parte, reconstruyó las fortalezas de Judea, las rodeó de altas torres y grandes murallas con puertas y cerrojos, y almacenó víveres en ellas. Además escogió Simón hombres que envió al rey Demetrio intentando conseguir una remisión para la región, dado que toda la actividad de Trifón había sido un continuo robo. El rey Demetrio contestó a su petición y le escribió la siguiente carta: «El rey Demetrio saluda a Simón, sumo sacerdote y amigo de reyes, a los ancianos y a la nación de los judíos. Hemos recibido la corona de oro y la palma que nos habéis enviado y estamos dispuestos a concertar con vosotros una paz completa y a escribir a los funcionarios que os concedan la remisión de las deudas. Cuanto hemos decidido sobre vosotros, quede firme y sean vuestras las fortalezas que habéis construido. Os perdonamos los errores y delitos cometidos hasta el día de hoy y la corona que nos debéis. Si algún otro tributo se percibía en Jerusalén, ya no se exija. Y si algunos de vosotros son aptos para alistarse en nuestra guardia, alístense y haya paz entre nosotros.» El año 170 quedó Israel libre del yugo de los gentiles y el pueblo comenzó a escribir en las actas y contratos: «En el año primero de Simón, gran sumo sacerdote, estratega y hegumeno de los judíos. Por aquellos días puso cerco Simón a Gázara y la rodeó con sus tropas. Construyó una torre móvil que acercó a la ciudad y abriendo brecha en un baluarte, lo tomó. Saltaron los de la torre a la ciudad y se produjo en ella gran agitación. Los habitantes, rasgados los vestidos, subieron a la muralla con sus mujeres e hijos y pidieron a grandes gritos a Simón que les diese la mano. «No nos trates, le decían, según nuestras maldades, sino según tu misericordia.» Simón se reconcilió con ellos y no les atacó, pero les echó de la ciudad y mandó purificar las casas en que había ídolos. Entonces entró en ella con himnos y bendiciones. Echó de ella toda impureza, estableció en ella hombres observantes de la Ley, la fortificó y se construyó en ella para sí una residencia. Los de la Ciudadela de Jerusalén se veían imposibilitados de entrar y salir por la región, de comprar y de vender. Sufrían grave escasez y bastantes de ellos habían perecido de hambre. Clamaron a Simón que hiciera con ellos la paz y Simón se lo concedió. Les echó de allí y purificó de inmundicias la Ciudadela. Entraron en ella el día veintitrés del segundo mes del año 171 con aclamaciones y ramos de palma, con liras, címbalos y arpas, con himnos y cantos, porque un gran enemigo había sido vencido y expulsado de Israel. Simón dispuso que este día se celebrara con júbilo cada año. Fortificó el monte del Templo que está al lado de la Ciudadela y habitó allí con los suyos. Y viendo Simón que su hijo Juan era todo un hombre, le nombró jefe de todas las fuerzas con residencia en Gázara. El año 172 juntó el rey Demetrio su ejército y partió para Media para procurarse ayuda con que combatir a Trifón. Pero al enterarse Arsaces, rey de Persia y Media, de que Demetrio había entrado en su término, mandó a uno de sus generales para capturarle vivo. Partió éste y derrotó al ejército de Demetrio, le hizo prisionero y le llevó ante Arsaces que le puso en prisión. El país de Judá gozó de paz durante todos los días de Simón. Él procuró el bien a su nación, les fue grato su gobierno y su gloria en todo tiempo. Además de toda su gloria, tomó a Joppe como puerto y se abrió paso a las islas del mar. Ensanchó las fronteras de su nación, se hizo dueño del país, y repatrió numerosos cautivos. Tomó Gázara, Bet Sur y la Ciudadela, la limpió de sus impurezas y no hubo quien le resistiera. Cultivaban en paz sus tierras; la tierra daba sus cosechas y los árboles del llano sus frutos. Los ancianos se sentaban en las plazas, todos conversaban sobre el bienestar y los jóvenes vestían galas y armadura. Procuró bastimentos a las ciudades, las protegió con fortificaciones hasta llegar la fama de su gloria a los confines de la tierra. Estableció la paz en el país y gozó Israel de gran alegría. Se sentaba cada cual bajo su parra y su higuera y no había nadie que les inquietara. No quedó en el país quien les combatiera y fueron derrotados los reyes en aquellos días. Dio apoyo a los humildes de su pueblo hizo desaparecer a todo impío y malvado. Observó fielmente la Ley, dio gloria al Lugar Santo y multiplicó su ajuar. Cuando llegó a Roma y hasta Esparta la noticia de la muerte de Jonatán, lo sintieron mucho; pero cuando supieron que su hermano Simón le había sucedido en el sumo sacerdocio y había tomado el mando del país y sus ciudades, le escribieron en planchas de bronce para renovar con él la amistad y la alianza que habían establecido con sus hermanos Judas y Jonatán. Se leyeron en Jerusalén ante la asamblea. Esta es la copia de la carta enviada por los espartanos: «Los magistrados y la ciudad de los espartanos saludan al sumo sacerdote Simón, a los ancianos, a los sacerdotes y al resto del pueblo de los judíos, nuestros hermanos. Los embajadores enviados a nuestro pueblo nos han informado de vuestra gloria y honor y nos hemos alegrado con su venida. Hemos registrado sus declaraciones entre las decisiones del pueblo en estos términos: Numenio, hijo de Antíoco, y Antípatros, hijo de Jasón, embajadores de los judíos, se nos han presentado para renovar la amistad con nosotros. Ha sido del agrado del pueblo recibir con honor a estos personajes y depositar la copia de sus discursos en los archivos públicos para que el pueblo espartano conserve su recuerdo. Se ha sacado una copia de esto para el sumo sacerdote Simón.» Después, envió Simón a Roma a Numenio con un gran escudo de oro de mil minas de peso para confirmar la alianza con ellos. Cuando estos hechos llegaron a conocimiento del pueblo, dijeron: «¿Cómo mostraremos nuestro reconocimiento a Simón y a sus hijos? Porque se ha mostrado valiente, tanto él como sus hermanos y la casa de su padre, ha combatido y rechazado a los enemigos de Israel y le ha conseguido su libertad.» Grabaron una inscripción en planchas de bronce y las fijaron en estelas en el monte Sión. Esta es la copia de la inscripción: «El dieciocho de Elul del año 172, año tercero del gran sumo sacerdote Simón, en Asaramel, en la gran asamblea de los sacerdotes, del pueblo, de los príncipes de la nación y de los ancianos del país, se nos hizo saber lo siguiente: «En los muchos combates que se dieron en nuestra región, Simón hijo de Matatías, sacerdote descendiente de los hijos de Yehoyarib, y sus hermanos se expusieron al peligro, hicieron frente a los enemigos de su nación para mantener en pie su Lugar Santo y la Ley y alcanzaron inmensa gloria para su nación. Jonatán realizó la unidad de la nación y llegó a ser sumo sacerdote suyo hasta que fue a reunirse con su pueblo. Quisieron los enemigos de los judíos invadir el país para devastarlo y llevar su mano contra el Lugar Santo. Pero entonces se levantó Simón para combatir por su nación y gastó mucha hacienda propia en armar las tropas de su nación y pagarles la soldada. Fortificó las ciudades de Judea y Bet Sur, ciudad fronteriza de Judea, donde se encontraban antes las armas de los enemigos, y puso en ella una guarnición de guerreros judíos. Fortificó Joppe, situada junto al mar, y Gázara, en los límites de Azoto, donde habitaban anteriormente los enemigos, y estableció en ella una población judía a la que proveyó de todo lo necesario para su sustento. Viendo el pueblo la fidelidad de Simón y la gloria que procuraba alcanzar para su nación, le nombró su hegumeno y sumo sacerdote por todos los servicios que había prestado, por la justicia y fidelidad que había guardado a su nación y por sus esfuerzos de toda clase por exaltar a su pueblo. En sus días se consiguió felizmente por su medio exterminar a los gentiles de su país y a los que se encontraban en la Ciudad de David, en Jerusalén, donde se habían hecho una Ciudadela desde la que hacían salidas y mancillaban los alrededores del Lugar Santo causando graves ultrajes a su santidad. Estableció en ella guerreros judíos, la fortificó para defensa de la región y de la ciudad y dio mayor altura a las murallas de Jerusalén. En consecuencia, el rey Demetrio le concedió el sumo sacerdocio, le contó en el número de sus amigos y le colmó de honores, pues había sabido que los romanos llamaban a los judíos amigos, aliados y hermanos, que habían recibido con honor a los embajadores de Simón y que a los judíos y a los sacerdotes les había parecido bien que fuese Simón su hegumeno y sumo sacerdote para siempre hasta que apareciera un profeta digno de fe, y también que fuese su estratega, que estuviese a su cuidado designar los encargados de las obras del Lugar Santo, de la administración del país, de los armamentos y de las plazas fuertes (que estuviese a su cuidado el Lugar Santo), que todos le obedeciesen, que se redactasen en su nombre todos los documentos en el país, que vistiese de púrpura y llevase adornos de oro. A nadie del pueblo ni de los sacerdotes le estará permitido rechazar ninguna de estas disposiciones ni contradecir sus órdenes ni convocar en el país asambleas sin contar con él ni vestir de púrpura ni llevar fíbula de oro. Todo aquel que obre contrariamente a estas decisiones o anule alguna de ellas, será reo. El pueblo entero estuvo de acuerdo en conceder a Simón el derecho de obrar conforme a estas disposiciones, y Simón aceptó y le pareció bien ejercer el sumo sacerdocio, ser estratega y etnarca de los judíos y sacerdotes y estar al frente de todos.» Decretaron que este documento se grabase en planchas de bronce, que se fijasen estas en el recinto del Lugar Santo, en lugar visible, y que se archivasen copias en el Tesoro a disposición de Simón y de sus hijos. Envió Antíoco, hijo del rey Demetrio, desde las islas del mar una carta a Simón, sacerdote y etnarca de los judíos, y a toda la nación, redactada en los siguientes términos: «El rey Antíoco saluda a Simón, sumo sacerdote y etnarca, y a la nación de los judíos. Puesto que una peste de hombres ha venido a apoderarse del reino de nuestros padres, y he resuelto reivindicar mis derechos sobre él y restablecerlo como anteriormente estaba, y he reclutado fuerzas considerables y equipado navíos de guerra, y quiero desembarcar en el país para encontrarme con los que lo han arruinado y han devastado muchas ciudades de mi reino, ratifico ahora en tu favor todas las exenciones que te concedieron los reyes anteriores a mí y cuantas dispensas de otras donaciones te otorgaron. Te autorizo a acuñar moneda propia de curso legal en tu país. Jerusalén y el Lugar Santo sean libres. Todas las armas que has fabricado y las fortalezas que has contruido y ocupas, queden en tu poder. Cuanto debes al tesoro real y cuanto en el futuro dejes a deber, te sea perdonado desde ahora para siempre. Y cuando hayamos ocupado nuestro reino, te honraremos a ti, a tu nación y al santuario con tales honores que vuestra gloria será conocida en toda la tierra.» El año 174 partió Antíoco para el país de sus padres y todas las tropas se pasaron a él de modo que pocos quedaron con Trifón. Antíoco se lanzó en su persecución y Trifón se refugió en Dora a orillas del mar, porque veía que las desgracias se abatían sobre él y se encontraba abandonado de sus tropas. Antíoco puso cerco a Dora con los 120.000 combatientes y los 8.000 jinetes que consigo tenía. Bloqueó la ciudad, y de la parte del mar se acercaron las naves, de modo que estrechó a la ciudad por tierra y por mar sin dejar que nadie entrase o saliese. Entre tanto, regresaron de Roma Numenio y sus acompañantes trayendo cartas para los reyes y países, escritas de este modo: «Lucio, cónsul de los romanos, saluda al rey Tolomeo. Han venido a nosotros, en calidad de amigos y aliados nuestros, los embajadores de los judíos para renovar nuestra antigua amistad y alianza, enviados por el sumo sacerdote Simón y por el pueblo de los judíos, y nos han traído un escudo de oro de mil minas. Nos ha parecido bien, en consecuencia, escribir a los reyes y países que no intenten causarles mal alguno, ni les ataquen a ellos ni a sus ciudades ni a su país, y que no presten su apoyo a los que los ataquen. Hemos decidido aceptar de ellos el escudo. Si, pues, individuos perniciosos huyen de su país y se refugian en el vuestro, entregadlos al sumo sacerdote Simón para que los castigue según su ley.» Cartas iguales fueron remitidas al rey Demetrio, a Atalo, a Ariarates, a Arsaces y a todos los países: a Sámpsamo, a los espartanos, a Delos, a Mindos, a Sición, a Caria, a Samos, a Panfilia, a Licia, a Halicarnaso, a Rodas, a Fasélida, a Cos, a Side, a Arados, a Gortina, a Cnido, a Chipre y a Cirene. Redactaron además una copia de esta carta para el sumo sacerdote Simón. El rey Antíoco, pues, tenía puesto cerco a Dora en los arrabales, lanzaba sin tregua sus tropas contra la ciudad y construía ingenios de guerra. Tenía bloqueado a Trifón y nadie podía entrar ni salir. Simón le envió 2.000 hombres escogidos para ayudarle en la lucha, además de plata, oro y abundante material. Pero no quiso recibir el envío; antes bien rescindió cuanto había convenido anteriormente con Simón y se mostró hostil con él. Envió donde él a Atenobio, uno de sus amigos, a entrevistarse con él y decirle: «Vosotros ocupáis Joppe, Gázara y la Ciudadela de Jerusalén, ciudades de mi reino. Habéis devastado sus territorios, causado graves daños en el país y os habéis adueñado de muchas localidades de mi reino. Devolved, pues, ahora las ciudades que habéis tomado y los impuestos de las localidades de que os habéis adueñado fuera de los límites de Judea. O bien, pagad en compensación quinientos talentos de plata y otros quinientos talentos por los estragos que habéis causado y por los impuestos de las ciudades. De lo contrario iremos y os haremos la guerra.» Llegó, pues, Atenobio, el amigo del rey, a Jerusalén y al ver la magnificencia de Simón, su aparador con vajilla de oro y plata y todo el esplendor que le rodeaba, quedó asombrado. Le comunicó el mensaje del rey y Simón le respondió con estas palabras: «Ni nos hemos apoderado de tierras ajenas ni nos hemos apropiado bienes de otros, sino de la heredad de nuestros padres. Por algún tiempo la poseyeron injustamente nuestros enemigos y nosotros, aprovechando una ocasión favorable, hemos recuperado la heredad de nuestros padres. En cuanto a Joppe y Gázara que nos reclamas, esas ciudades causaban graves daños al pueblo y asolaban nuestro país. Por ellas daremos cien talentos.» No respondió palabra Atenobio, sino que se volvió furioso donde el rey y le refirió la respuesta, la magnificencia de Simón y todo lo que había visto. El rey montó en violenta cólera. Trifón, embarcado en una nave, huyó a Ortosia. Entonces el rey nombró a Cendebeo epistratega de la Zona Marítima y le entregó tropas de infantería y de caballería, con la orden de acampar frente a Judea, construir Cedrón, fortificar sus puertas y combatir contra el pueblo. El rey partió en seguimiento de Trifón. Cendebeo llegó a Yamnia y comenzó a hostigar al pueblo, efectuar incursiones por Judea, capturar prisioneros y matar. Reconstruyó Cedrón donde alojó caballería y tropas para recorrer en salidas los caminos de Judea como se lo tenía ordenado el rey. Subió Juan de Gázara y comunicó a su padre Simón las actividades de Cendebeo. Simón llamó entonces a sus dos hijos mayores, Judas y Juan, y les dijo: «Mis hermanos y yo y la casa de mi padre hemos combatido a los enemigos de Israel desde nuestra juventud hasta el día de hoy y llevamos muchas veces a feliz término la liberación de Israel; pero ahora ya estoy viejo mientras que vosotros, por la misericordia del Cielo, estáis en buena edad. Ocupad, pues, mi puesto y el de mi hermano, salid a combatir por nuestra nación y que el auxilio del Cielo sea con vosotros.» Escogió luego en el país 20.000 combatientes y jinetes que partieron contra Cendebeo y pasaron la noche en Modín. Al levantarse de mañana, avanzaron hacia la llanura y he aquí que un ejército numeroso, infantería y caballería, venía a su encuentro. Un torrente se interponía entre ellos. Juan con sus tropas tomó posiciones frente al enemigo y advirtiendo que sus tropas tenían miedo de pasar el torrente, lo pasó él, el primero, y sus hombres, al verle, pasaron detrás de él. Dividió su ejército (en dos cuerpos) y puso a los jinetes en medio de los de a pie, pues la caballería de los contrarios era muy numerosa. Tocaron las trompetas y Cendebeo y su ejército salieron derrotados. Muchos de ellos cayeron heridos de muerte y los que quedaron huyeron en dirección a la fortaleza. Entonces cayó herido Judas, el hermano de Juan. Pero Juan los persiguió hasta que Cendebeo entró en Cedrón que él había construido. Fueron también a refugiarse en las torres que hay por los campos de Azoto y Juan le prendió fuego. Unos 2.000 de ellos sucumbieron y Juan regresó en paz a Judea. Tolomeo, hijo de Abubos, había sido nombrado estratega de la llanura de Jericó y poseía mucha plata y oro, pues era yerno del sumo sacerdote. Su corazón se ensoberbeció tanto que aspiró a apoderarse del país, para lo cual tramaba quitar a traición la vida a Simón y a sus hijos. Yendo Simón de inspección por las ciudades del país preocupándose de su administración, bajó con sus hijos, Matatías y Judas, a Jericó. Era el año 177 en el undécimo mes que es el mes de Sebat. El hijo de Abubos los recibió traidoramente en una pequeña fortaleza llamada Dok que él había construido, les dio un gran banquete y ocultó allí hombres. Cuando Simón y sus hijos estuvieron bebidos, se levantó Tolomeo con los suyos, tomaron sus armas y lanzándose sobre Simón en la sala del banquete, le mataron a él, a sus dos hijos y a algunos de sus servidores. Cometió de esta manera una gran alevosía y devolvió mal por bien. Luego escribió Tolemeo al rey contándole lo ocurrido y pidiéndole que le enviara tropas en su auxilio para entregarle el país y sus ciudades. Envió otros a Gázara para quitar de en medio a Juan. Escribió a los quiliarcos invitándoles a venir donde él para darles plata, oro y otras dádivas. Envió otros que se apoderasen de Jerusalén y del monte del santuario. Pero adelantándose uno, anunció a Juan en Gázara que su padre y sus hermanos había perecido y añadió: «Ha enviado gente a matarte a ti también.» Al oír estas noticias quedó profundamente afectado, prendió a los hombres que venían a matarle y les dio muerte, pues sabía que pretendían asesinarle. Las restantes actividades de Juan, sus guerras, las proezas que llevó a cabo, las murallas que levantó y otras empresas suyas están escritas en el libro de los Anales de su pontificado a partir del día en que fue nombrado sumo sacerdote como sucesor de su padre.