LIBRO SEGUNDO DE MACABEOS
A los hermanos judíos que viven en Egipto, les saludan sus hermanos judíos que están en Jerusalén y en la región de Judea, deseándoles una paz dichosa. Que Dios os llene de bienes y recuerde su alianza con Abraham, Isaac y Jacob, sus fieles servidores. Que a todos os dé corazón para adorarle y cumplir su voluntad con corazón grande y ánimo generoso. Que abra vuestro corazón a su Ley y a sus preceptos, y os otorgue la paz. Que escuche vuestras súplicas, se reconcilie con vosotros y no os abandone en tiempo de desgracia. Esto es lo que estamos ahora pidiendo por vosotros. Ya el año 169, en el reinado de Demetrio, nosotros, los judíos, os escribimos así: «En lo más grave de la tribulación que ha caído sobre nosotros en estos años, desde que Jasón y sus partidarios traicionaron la tierra santa y el reino, incendiaron el portón (del Templo) y derramaron sangre inocente, suplicamos al Señor y hemos sido escuchados. Hemos ofrecido un sacrificio con flor de harina, hemos encendido las lámparas y presentado los panes.» También ahora os escribimos para que celebréis la fiesta de las Tiendas en el mes de Kisléu. Es el año 188. Los que están en Jerusalén y en Judea, los ancianos y Judas saludan y desean prosperidad a Aristóbulo, preceptor del rey Tolomeo, del linaje de los sacerdotes ungidos, y a los judíos que están en Egipto. Salvados por Dios de grandes peligros, le damos rendidas gracias, como a quien nos ha guiado en la batalla contra el rey, ya que Él ha arrojado fuera a los que combatían contra la ciudad santa. Pues, cuando llegó a Persia su jefe acompañado de un ejército, al parecer invencible, fueron desbaratados en el templo de Nanea, gracias al engaño tramado por los sacerdotes de Nanea. Antíoco, y con él sus amigos, llegaron a aquel lugar como tratando de desposarse con la diosa, con objeto de apoderarse, a título de dote, de abundantes riquezas. Una vez que los sacerdotes del templo de Nanea las hubieron expuesto y que él se hubo presentado con unas pocas personas en el recinto sagrado, cerraron el templo en cuanto entró Antíoco. Abrieron la puerta secreta del techo y a pedradas aplastaron al jefe; le descuartizaron, y cortándole la cabeza, la arrojaron a los que estaban fuera. En todo sea bendito nuestro Dios que ha entregado los impíos (a la muerte). A punto de celebrar en el veinticinco de Kisléu la purificación del Templo, nos ha parecido conveniente informaros, para que también vosotros la celebréis como la fiesta de las Tiendas y del fuego aparecido cuando ofreció sacrificios Nehemías, el que construyó el Templo y el altar. Pues, cuando nuestros padres fueron llevados a Persia, los sacerdotes piadosos de entonces, habiendo tomado fuego del altar, lo escondieron secretamente en una concavidad semejante a un pozo seco, en el que tan a seguro lo dejaron, que el lugar quedó ignorado de todos. Pasados muchos años, cuando a Dios le plugo, Nehemías, enviado por el rey de Persia, mandó que buscaran el fuego los descendientes de los sacerdotes que lo habían escondido; pero como ellos informaron que en realidad no habían encontrado fuego, sino un líquido espeso, él les mandó que lo sacasen y trajesen. Cuando estuvo dispuesto el sacrificio, Nehemías mandó a los sacerdotes que rociaran con aquel líquido la leña y lo que había colocado sobre ella. Cumplida la orden, y pasado algún tiempo, el Sol que antes estaba nublado volvió a brillar, y se encendió una llama tan grande que todos quedaron maravillados. Mientras se consumía el sacrificio, los sacerdotes hacían oración: todos los sacerdotes con Jonatán que comenzaba, y los demás, como Nehemías, respondían. La oración era la siguiente: «Señor, Señor Dios, Creador de todo, Temible y Fuerte, Justo y Misericordioso, Tú, Rey Único y Bueno, Tú, solo Generoso, solo Justo, Todopoderoso y Eterno, que salvas a Israel de todo mal, que elegiste a nuestros padres y los santificaste, acepta el sacrificio por todo tu pueblo Israel, guarda tu heredad y santifícala. Reúne a los nuestros dispersos, da libertad a los que están esclavizados entre las naciones, vuelve tus ojos a los despreciados y abominados, y conozcan los gentiles que Tú eres nuestro Dios. Aflige a los que tiranizan y ultrajan con arrogancia. Planta a tu pueblo en tu lugar santo, como dijo Moisés.» Los sacerdotes salmodiaban los himnos. Cuando fue consumido el sacrificio, Nehemías mandó derramar el líquido sobrante sobre unas grandes piedras. Hecho esto, se encendió una llamarada que quedó absorbida por el mayor resplandor que brillaba en el altar. Cuando el hecho se divulgó y se refirió al rey de los persas que en el lugar donde los sacerdotes deportados habían escondido el fuego, había aparecido aquel líquido con el que habían santificado las ofrendas del sacrificio Nehemías y sus compañeros, el rey después de verificar tal hecho mandó alzar una cerca haciendo sagrado el lugar. El rey recogía grandes sumas y las repartía a quienes quería hacer favores. Nehemías y sus compañeros llamaron a ese líquido «neftar», que significa «purificación»; pero la mayoría lo llama «nafta». Se encuentra en los documentos que el profeta Jeremías mandó a los deportados que tomaran fuego como ya se ha indicado; y cómo el profeta, después de darles la Ley, ordenó a los deportados que no se olvidaran de los preceptos del Señor ni se desviaran en sus pensamientos al ver ídolos de oro y plata y las galas que los envolvían. Entre otras cosas, les exhortaba a no apartar la Ley de sus corazones. Se decía también en el escrito cómo el profeta, después de una revelación, mandó llevar consigo la Tienda y el arca; y cómo salió hacia el monte donde Moisés había subido para contemplar la heredad de Dios. Y cuando llegó Jeremías, encontró una estancia en forma de cueva; allí metió la Tienda, el arca y el altar del incienso, y tapó la entrada. Volvieron algunos de sus acompañantes para marcar el camino, pero no pudieron encontrarlo. En cuanto Jeremías lo supo, les reprendió diciéndoles: «Este lugar quedará desconocido hasta que Dios vuelva a reunir a su pueblo y le sea propicio. El Señor entonces mostrará todo esto; y aparecerá la gloria del Señor y la Nube, como se mostraba en tiempo de Moisés, cuando Salomón rogó que el Lugar fuera solemnemente consagrado.» Se explicaba también cómo éste, dotado de sabiduría, ofreció el sacrificio de la dedicación y la terminación del Templo. Como Moisés oró al Señor y bajó del cielo fuego, que devoró las ofrendas del sacrificio, así también oró Salomón y bajó fuego que consumió los holocaustos. Moisés había dicho: «La víctima por el pecado ha sido consumida por no haber sido comida.» Salomón celebró igualmente los ocho días de fiesta. Lo mismo se narraba también en los archivos y en las Memorias del tiempo de Nehemías; y cómo éste, para fundar una biblioteca, reunió los libros referentes a los reyes y a los profetas, los de David y las cartas de los reyes acerca de las ofrendas. De igual modo Judas reunió todos los libros dispersos a causa de la guerra que sufrimos, los cuales están en nuestras manos. Por tanto, si tenéis necesidad de ellos, enviad a quienes os los lleven. A punto ya de celebrar la purificación, os escribimos: Bien haréis también en celebrar estos días. El Dios que salvó a todo su pueblo y que a todos otorgó la heredad, el reino, el sacerdocio y la santidad, como había prometido por la Ley, el mismo Dios, como esperamos, se apiadará pronto de nosotros y nos reunirá de todas partes bajo el cielo en el Lugar Santo; pues nos ha sacado de grandes males y ha purificado el Lugar. La historia de Judas Macabeo y de sus hermanos, la purificación del más grande Templo, la dedicación del altar, las guerras contra Antíoco Epífanes y su hijo Eupátor, y las manifestaciones celestiales en favor de los que combatieron viril y gloriosamente por el Judaísmo, de suerte que, aun siendo pocos, saquearon toda la región, ahuyentaron las hordas bárbaras, recuperaron el Templo famoso en todo el mundo, liberaron la ciudad y restablecieron las leyes que estaban a punto de ser abolidas, pues el Señor se mostró propicio hacia ellos con toda benignidad; todo esto, expuesto en cinco libros por Jasón de Cirene, intentaremos nosotros compendiarlo en uno solo. Porque al considerar la marea de números y la dificultad existente, por la amplitud de la materia, para los que quieren sumergirse en los relatos de la historia, nos hemos preocupado por ofrecer algún atractivo a los que desean leer, facilidad a los que gustan retenerlo de memoria, y utilidad a cualquiera que lo lea. Para nosotros, que nos hemos encargado de la fatigosa labor de este resumen, no es fácil la tarea, sino de sudores y desvelos, como tampoco al que prepara un banquete y busca el provecho de los demás le resulta esto cómodo. Sin embargo, esperando la gratitud de muchos, soportamos con gusto esta fatiga, dejando al historiador la tarea de precisar cada suceso y esforzándonos por seguir las normas de un resumen. Pues así como al arquitecto de una casa nueva corresponde la preocupación por la estructura entera; y, en cambio, al encargado de la encáustica y pinturas, el cuidado de lo necesario para la decoración, lo mismo me parece de nosotros: profundizar, revolver las cuestiones y examinar punto por punto corresponde al que compone la historia; pero buscar concisión al exponer y renunciar a tratar el asunto de forma exhaustiva debe concederse al divulgador. Comencemos, por tanto, desde ahora la narración, después de haber abundado tanto en los preliminares; pues sería absurdo abundar en lo que antecede a la historia y ser breve en la historia misma. Mientras la ciudad santa era habitada en completa paz y las leyes guardadas a la perfección, gracias a la piedad y al aborrecimiento de mal del sumo sacerdote Onías, sucedía que hasta los reyes veneraban el Lugar Santo y honraban el Templo con magníficos presentes, hasta el punto de que Seleuco, rey de Asia, proveía con sus propias rentas a todos los gastos necesarios para el servicio de los sacrificios. Pero un tal Simón, de la tribu de Bilgá, constituido administrador del Templo, tuvo diferencias con el sumo sacerdote sobre la reglamentación del mercado de la ciudad. No pudiendo vencer a Onías, se fue donde Apolonio, hijo de Traseo, estratega por entonces de Celesiria y Fenicia, y le comunicó que el tesoro de Jerusalén, estaba repleto de riquezas incontables, hasta el punto de ser incalculable la cantidad de dinero, sin equivalencia con los gastos de los sacrificios, y que era posible que cayeran en poder del rey. Apolonio en conversación con el rey le habló de las riquezas de que había tenido noticia y entonces el rey designó a Heliodoro, el encargado de sus negocios, y le envió con la orden de realizar la trasferencia de las mencionadas riquezas. Enseguida Heliodoro emprendía el viaje con el pretexto de inspeccionar las ciudades de Celesiria y Fenicia, pero en realidad para ejecutar el proyecto del rey. Llegado a Jerusalén y amistosamente acogido por el sumo sacerdote y por la ciudad, expuso el hecho de la denuncia e hizo saber el motivo de su presencia; preguntó si las cosas eran realmente así. Manifestó el sumo sacerdote que eran depósitos de viudas y huérfanos, que una parte pertenecía a Hicarno, hijo de Tobías, personaje de muy alta posición y, contra lo que había calumniado el impío Simón, que el total era de cuatrocientos talentos de plata y doscientos de oro; que de ningún modo se podía perjudicar a los que tenían puesta su confianza en la santidad del Lugar, y en la majestad inviolable de aquel Templo venerado en todo el mundo. Pero Heliodoro, en virtud de las órdenes del rey, mantenía de forma terminante que los bienes debían pasar al tesoro real. En la fecha fijada hacía su entrada para realizar el inventario de los bienes. No era pequeña la angustia en toda la ciudad: los sacerdotes, postrados ante el altar con sus vestiduras sacerdotales, suplicaban al Cielo, el que había dado la ley sobre los bienes en depósito, que los guardara intactos para quienes los habían depositado. El ver la figura del sumo sacerdote llegaba a partir el alma, pues su aspecto y su color demudado manifestaban la angustia de su alma. Aquel hombre estaba embargado de miedo y temblor en su cuerpo, con lo que mostraba a los que le contemplaban el dolor que había en su corazón. De las casas salía en tropel la gente a una rogativa pública porque el lugar estaba a punto de caer en oprobio. Las mujeres, ceñidas de saco bajo el pecho, llenaban las calles; de las jóvenes, que estaban recluidas, unas corrían a las puertas, otras subían a los muros, otras se asomaban por las ventanas. Todas, con las manos tendidas al cielo, tomaban parte en la súplica. Daba compasión aquella multitud confusamente postrada y el sumo sacerdote angustiado en honda ansiedad. Mientras ellos invocaban al Señor Todopoderoso para que guardara intactos, en completa seguridad, los bienes en depósito para quienes los habían confiado, Heliodoro llevaba a cabo lo que tenía decidido. Estaba ya allí mismo con su guardia junto al Tesoro, cuando el Soberano de los Espíritus y de toda Potestad, se manifestó en su grandeza, de modo que todos los que con él juntos se habían atrevido a acercarse, pasmados ante el poder de Dios, se volvieron débiles y cobardes. Pues se les apareció un caballo montado por un jinete terrible y guarnecido con riquísimo arnés; lanzándose con ímpetu levantó contra Heliodoro sus patas delanteras. El que lo montaba aparecía con una armadura de oro. Se le aparecieron además otros dos jóvenes de notable vigor, espléndida belleza y magníficos vestidos que colocándose a ambos lados, le azotaban sin cesar, moliéndolo a golpes. Al caer de pronto a tierra, rodeado de densa oscuridad, lo recogieron y lo pusieron en una litera; al mismo que poco antes, con numeroso séquito y con toda su guardia, había entrado en el mencionado Tesoro, lo llevaban ahora incapaz de valerse por sí mismo, reconociendo todos claramente la soberanía de Dios. Mientras él yacía mudo y privado de toda esperanza de salvación, a causa del poder divino, otros bendecían al Señor que había glorificado maravillosamente su propio Lugar; y el Templo, lleno poco antes de miedo y turbación, rebosaba de gozo y alegría después de la manifestación del Señor Todopoderoso. Pronto algunos de los acompañantes de Heliodoro, instaban a Onías que invocara al Altísimo para que diese la gracia de vivir a aquel que yacía ya en su último suspiro. Temiendo el sumo sacerdote que acaso el rey sospechara que los judíos hubieran perpetrado alguna fechoría contra Heliodoro, ofreció un sacrificio por la salud de aquel hombre. Mientras el sumo sacerdote ofrecía el sacrificio de expiación, se aparecieron otra vez a Heliodoro los mismos jóvenes, vestidos con la misma indumentaria y en pie le dijeron: «Da muchas gracias al sumo sacerdote Onías, pues por él te concede el Señor la gracia de vivir; y tú, que has sido azotado por el Cielo, haz saber a todos la grandeza del poder de Dios.» En diciendo esto, desparacieron. Heliodoro, habiendo ofrecido al Señor un sacrificio y tras haber orado largamente al que le había concedido la vida, se despidió de Onías y volvió con sus tropas donde el rey. Ante todos daba testimonio de las obras del Dios grande que él había contemplado con sus ojos. Al preguntar el rey a Heliodoro a quién convendría enviar otra vez a Jerusalén, él respondió: «Si tienes algún enemigo conspirador contra el Estado, mándalo allá y te volverá molido a azotes, si es que salva su vida, porque te aseguro que rodea a aquel Lugar una fuerza divina. Pues el mismo que tiene en los cielos su morada, vela y protege aquel Lugar; y a los que se acercan con malas intenciones los hiere de muerte.» Así sucedieron las cosas relativas a Heliodoro y a la preservación del Tesoro. En mencionado Simón, delator de los tesoros y de la patria, calumniaba a Onías como si éste hubiera maltratado a Heliodoro y fuera el causante de sus desgracias; y se atrevía a decir que el bienhechor de la ciudad, el defensor de sus compatriotas y celoso observante de las leyes, era un conspirador contra el Estado. A tal punto llegó la hostilidad, que hasta se cometieron asesinatos por parte de uno de los esbirros de Simón. Considerando Onías que aquella rivalidad era intolerable y que Apolonio, hijo de Menesteo, estratega de Celesira y Fenicia, instigaba a Simón al mal, se hizo llevar donde el rey, no porque pretendiera acusar a sus conciudadanos, sino que miraba por los intereses generales y particulares de toda su gente. Pues bien veía que sin la intervención real era ya imposible pacificar la situación y detener a Simón en sus locuras. Cuando Seleuco dejó esta vida y Antíoco, por sobrenombre Epífanes, comenzó a reinar, Jasón, el hermano de Onías, usurpó el sumo pontificado, después de haber prometido al rey, en una conversación, 360 talentos de plata y ochenta talentos de otras rentas. Se comprometía además a firmar el pago de otro 150, si se le concedía la facultad de instalar por su propia cuenta un gimnasio y una efebía, así como la de inscribir a los Antioquenos en Jerusalén. Con el consentimiento del rey y con los poderes en su mano, pronto cambió las costumbres de sus compatriotas conforme al estilo griego. Suprimiendo los privilegios que los reyes habían concedido a los judíos por medio de Juan, padre de Eupólemo, el que fue enviado en embajada a los romanos para un tratado de amistad y alianza, y abrogando las instituciones legales, introdujo costumbres nuevas, contrarias a la Ley. Así pues, fundó a su gusto un gimnasio bajo la misma acrópolis e indujo a lo mejor de la juventud a educarse bajo el petaso. Era tal el auge del helenismo y el progreso de la moda extranjera a causa de la extrema perversidad de aquel Jasón, que tenía más de impío que de sumo sacerdote, que ya los sacerdotes no sentían celo por el servicio del altar, sino que despreciaban el Templo; descuidando los sacrificios, en cuanto se daba la señal con el gong se apresuraban a tomar parte en los ejercicios de la palestra contrarios a la ley; sin apreciar en nada la honra patria, tenían por mejores las glorias helénicas. Por esto mismo, una difícil situación les puso en aprieto, y tuvieron como enemigos y verdugos a los mismos cuya conducta emulaban y a quienes querían parecerse en todo. Pues no resulta fácil violar las leyes divinas; así lo mostrará el tiempo venidero. Cuando se celebraron en Tiro los juegos cuadrienales, en presencia del rey, el impuro Jasón envió embajadores, como Antioquenos de Jerusalén, que llevaban consigo trescientas dracmas de plata para el sacrificio de Hércules. Pero los portadores prefirieron, dado que no convenía, no emplearlas en el sacrificio, sino en otros gastos. Y así, el dinero que estaba destinado por voluntad del que lo enviaba, al sacrificio de Hércules, se empleó por deseo de los portadores, en la construcción de las trirremes. Apolonio, hijo de Menesteo, fue enviado a Egipto para la boda del rey Filométor. Cuando supo Antíoco que aquél se había convertido en su adversario político se preocupó de su propia seguridad; por eso, pasando por Joppe, se presentó en Jerusalén. Fue magníficamente recibido por Jasón y por la ciudad, e hizo su entrada entre antorchas y aclamaciones. Después de esto llevó sus tropas hasta Fenicia. Tres años después, Jasón envió a Menelao, hermano del ya mencionado Simón, para llevar el dinero al rey y gestionar la negociación de asuntos urgentes. Menelao se hizo presentar al rey, a quien impresionó con su aire majestuoso, y logró ser investido del sumo sacerdocio, ofreciendo trescientos talentos de plata más que Jasón. Provisto del mandato real, se volvió sin poseer nada digno del sumo sacerdocio, sino más bien el furor de un cruel tirano y la furia de una bestia salvaje. Jasón, por su parte, suplantador de su propio hermano y él mismo suplantado por otro, se vio forzado a huir al país de Ammán. Menelao detentaba ciertamente el poder, pero nada pagaba del dinero prometido al rey, aunque Sóstrates, el alcaide de la Acrópolis, se lo reclamaba, pues a él correspondía la percepción de los tributos. Por este motivo, ambos fueron convocados por el rey. Menelao dejó como sustituto del sumo sacerdocio a su hermano Lisímaco; Sóstrates a Crates, jefe de los chipriotas. a Crates, jefe de los chipriotas. Mientras tanto, sucedió que los habitantes de Tarso y de Malos se sublevaron por haber sido cedidas sus ciudades como regalo a Antioquida, la concubina del rey. Fue, pues, el rey a toda prisa, para poner orden en la situación, dejando como sustituto a Andrónico, uno de los dignatarios. Menelao pensó aprovecharse de aquella buena oportunidad; arrebató algunos objetos de oro del Templo, y se los regaló a Andrónico; también logró vender otros en Tiro y en las ciudades de alrededor. Cuando Onías llegó a saberlo con certeza, se lo reprochó, no sin haberse retirado antes a un lugar de refugio, a Dafne, cerca de Antioquía. Por eso, Menelao, a solas con Andrónico, le incitaba a matar a Onías. Andrónico se llegó donde Onías, y, confiando en la astucia, estrechándole la mano y dándole la diestra con juramento, perusadió a Onías, aunque a éste no le faltaban sospechas, a salir de su refugio, e inmediatamente le dio muerte, sin respeto alguno a la justicia. Por este motivo no sólo los judíos sino también muchos de las demás naciones se indignaron y se irritaron por el injusto asesinato de aquel hombre. Cuando el rey volvió de las regiones de Cilicia, los judíos de la ciudad junto con los griegos, que también odiaban el mal, fueron a su encuentro a quejarse de la injustificada muerte de Onías. Antíoco, hondamente estristecido y movido a compasión, lloró recordando la prudencia y la gran moderación del difunto. Encendido en ira, despojó inmediatamente a Andrónico, de la púrpura y desgarró sus vestidos. Le hizo conducir por toda la ciudad hasta el mismo lugar donde tan impíamente había tratado a Onías; allí hizo desaparecer de este mundo al criminal, a quien el Señor daba el merecido castigo. Lisímaco había cometido muchos robos sacrílegos en la ciudad con el consentimiento de Menelao, y la noticia se había divulgado fuera; por eso la multitud se amotinó contra Lisímaco. Pero eran ya muchos los objetos de oro que estaban dispersos. Como las turbas estaban excitadas y en el colmo de su cólera, Lisímaco armó a cerca de 3.000 hombres e inició la represión violenta, poniendo por jefe a un tal Aurano, avanzado en edad y no menos en locura. Cuando se dieron cuenta del ataque de Lisímaco, unos se armaron de piedras, otros de estacas y otros, tomando a puñadas ceniza que allí había, lo arrojaban todo junto contra las tropas de Lisímaco. De este modo hirieron a muchos de ellos, y mataron a algunos; a todos los demás los pusieron en fuga, y al mismo ladrón sacrílego le mataron junto al Tesoro. Sobre todos estos hechos se instruyó proceso contra Menelao. Cuando el rey llegó a Tiro, tres hombres enviados por el Senado expusieron ante él el alegato. Menelao, perdido ya, prometió una importante suma a Tolomeo, hijo de Dorimeno, para que persuadiera al rey. Entonces Tolomeo, llevando al rey aparte a una galería como para tomar el aire, le hizo cambiar de parecer, de modo que absolvió de las acusaciones a Menelao, el causante de todos los males, y, en cambio, condenó a muerte a aquellos infelices que hubieran sido absueltos, aun cuando hubieran declarado ante un tribunal de escitas. Así que, sin dilación, sufrieron aquella injusta pena los que habían defendido la causa de la ciudad, del pueblo y de los vasos sagrados. Por este motivo, algunos tirios, indignados contra aquella iniquidad, prepararon con magnificencia su sepultura. Menelao, por su parte, por la avaricia de aquellos gobernantes, permaneció en el poder, creciendo en maldad, constituido en el principal adversario de sus conciudadanos. Por esta época preparaba Antíoco la segunda expedición a Egipto. Sucedió que durante cerca de cuarenta días aparecieron en toda la ciudad, corriendo por los aires, jinetes vestidos de oro, tropas armadas distribuidas en cohortes, escuadrones de caballería en orden de batalla, ataques y cargas de una y otra parte, movimiento de escudos, espesura de lanzas, espadas desenvainadas, lanzamiento de dardos, resplandores de armaduras de oro y corazas de toda clase. Ante ello todos rogaban que aquella aparición presagiase algún bien. Al difundirse el falso rumor de que Antíoco había dejado esta vida, Jasón, con no menos de mil hombres, lanzó un ataque imprevisto contra la ciudad; al ser rechazados los que estaban en la muralla y capturada ya por fin la ciudad, Menelao se refugió en la Acrópolis. Jasón hacía cruel matanza de sus propios ciudadanos sin caer en cuenta que un éxito sobre sus compatriotas era el peor de los desastres; se imaginaba ganar trofeos de enemigos y no de sus compatriotas. Pero no logró el poder; sino que al fin, con la ignominia ganada por sus intrigas, se fue huyendo de nuevo al país de Ammán. Por último encontró un final desastroso: acusado ante Aretas, tirano de los árabes, huyendo de su ciudad, perseguido por todos, detestado como apóstata de las leyes, y abominado como verdugo de la patria y de los conciudadanos, fue arrojado a Egipto. El que a muchos había desterrado de la patria, en el destierro murió, cuando se dirigía a Lacedemonia, con la esperanza de encontrar protección por razón de parentesco; y el que a tantos había privado de sepultura, pasó sin ser llorado, sin recibir honras fúnebres ni tener un sitio en la sepultura de sus padres. Cuando llegaron al rey noticias de lo sucedido, sacó la conclusión de que Judea se separaba; por eso regresó de Egipto, rabioso como una fiera, tomó la ciudad por las armas, y ordenó a los soldados que hirieran sin compasión a los que encontraran y que mataran a los que subiesen a los terrados de las casas. Perecieron jóvenes y ancianos; fueron asesinados muchachos, mujeres y niños, y degollaron a doncellas y niños de pecho. En sólo tres días perecieron 80.000 personas, 40.000 en la refriega y otros, en número no menor que el de las víctimas, fueron vendidos como esclavos. Antíoco, no contento con esto, se atrevió a penetrar en el Templo más santo de toda la tierra, llevando como guía a Menelao, el traidor a las leyes y a la patria. Con sus manos impuras tomó los vasos sagrados y arrebató con sus manos profanas las ofrendas presentadas por otros reyes para acrecentamiento de la gloria y honra del Lugar. Antíoco estaba engreído en su pensamiento, sin considerar que el Soberano estaba irritado por poco tiempo a causa de los pecados de los habitantes de la ciudad y por eso desviaba su mirada del Lugar. Pero de no haberse dejado arrastrar ellos por los muchos pecados, el mismo Antíoco, como Heliodoro, el enviado por el rey Seleuco para inspeccionar el Tesoro, al ser azotado nada más llegar, habría renunciado a su osadía. Pero el Señor no ha elegido a la nación por el Lugar, sino el Lugar por la nación. Por esto, también el mismo Lugar, después de haber participado de las desgracias acaecidas a la nación, ha tenido luego parte en sus beneficios; y el que había sido abandonado en tiempo de la cólera del Todopoderoso, de nuevo en tiempo de la reconciliación del gran Soberano, ha sido restaurado con toda su gloria. Así pues, Antíoco, llevándose del Templo 1.800 talentos, se fue pronto a Antioquía, creyendo en su orgullo que haría la tierra navegable y el mar viable, por la arrogancia de su corazón. Dejó también prefectos para hacer daño a la raza: en Jerusalén a Filipo, de raza frigia, que tenía costumbres más bárbaras que él le había nombrado; en el monte Garizim, a Andrónico, y además de éstos, a Menelao, que superaba a los demás en maldad contra sus conciudadanos. El rey, que albergaba hacia los judíos sentimientos de odio, envió al Misarca Apolonio con un ejército de 22.000 hombres, y la orden de degollar a todos los que estaban en el vigor de la edad, y de vender a las mujeres y a los más jóvenes. Llegado éste a Jerusalén y fingiendo venir en son de paz esperó hasta el día santo del sábado. Aprovechando el descanso de los judíos, mandó a sus tropas que se equiparan con las armas, y a todos los que salían a ver aquel espectáculo, los hizo matar e, invadiendo la ciudad con los soldados armados, hizo caer una considerable multitud. Pero Judas, llamado también Macabeo, formó un grupo de unos diez y se retiró al desierto. Llevaba con sus compañeros, en las montañas, vida de fieras salvajes, sin comer más alimento que hierbas, para no contaminarse de impureza. Poco tiempo después, el rey envió al ateniense Geronta para obligar a los judíos a que desertaran de las leyes de sus padres y a que dejaran de vivir según las leyes de su Dios; y además para contaminar el Templo de Jerusalén, dedicándolo a Zeus Olímpico, y el de Garizim, a Zeus Hospitalario, como lo habían pedido los habitantes del lugar. Este recrudecimiento del mal era para todos penoso e insoportable. El Templo estaba lleno de desórdenes y orgías por parte de los paganos que holgaban con meretrices y que en los atrios sagrados andaban con mujeres, y hasta introducían allí cosas prohibidas. El altar estaba repleto de víctimas ilícitas, prohibidas por las leyes. No se podía ni celebrar el sábado ni guardar las fiestas patrias ni siquiera confesarse judío; antes bien eran obligados con amarga violencia a la celebración mensual del nacimiento del rey con un banquete sacrificial y, cuando llegaba la fiesta de Dióniso, eran forzados a formar parte de su cortejo, coronados de hiedra. Por instigación de los habitantes de Tolemaida salió un decreto para las vecinas ciudades griegas, obligándolas a que procedieran de la misma forma contra los judíos y a que les hicieran participar en los banquetes sacrificiales, con orden de degollar a los que no adoptaran el cambio a las costumbres griegas. Podíase ya entrever la calamidad inminente. Dos mujeres fueron delatadas por haber circuncidado a sus hijos; las hicieron recorrer públicamente la ciudad con los niños colgados del pecho, y las precipitaron desde la muralla. Otros que se habían reunido en cuevas próximas para celebrar a escondidas el día séptimo, fueron denunciados a Filipo y quemados juntos, sin que quisieran hacer nada en su defensa, por respeto a la santidad del día. Ruego a los lectores de este libro que no se desconcierten por estas desgracias; piensen antes bien que estos castigos buscan no la destrucción, sino la educación de nuestra raza; pues el no tolerar por mucho tiempo a los impíos, de modo que pronto caigan en castigos, es señal de gran benevolencia. Pues con las demás naciones el Soberano, para castigarlas, aguarda pacientemente a que lleguen a colmar la medida de sus pecados; pero con nosotros ha decidido no proceder así, para que no tenga luego que castigarnos, al llegar nuestros pecados a la medida colmada. Por eso mismo nunca retira de nosotros su misericordia: cuando corrige con la desgracia, no está abandonando a su propio pueblo. Quede esto dicho a modo de recuerdo. Después de estas pocas palabras, prosigamos la narración. A Eleazar, uno de los principales escribas, varón de ya avanzada edad y de muy noble aspecto, le forzaban a abrir la boca y a comer carne de puerco. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida infame, marchaba voluntariamente al suplicio del apaleamiento, después de escupir todo, que es como deben proceder los que tienen valentía rechazar los alimentos que no es lícito probar ni por amor a la vida. Los que estaban encargados del banquete sacrificial contrario a la Ley, tomándole aparte en razón del conocimiento que de antiguo tenían con este hombre, le invitaban a traer carne preparada por él mismo, y que le fuera lícita; a simular como si comiera la mandada por el rey, tomada del sacrificio, para que, obrando así, se librara de la muerte, y por su antigua amistad hacia ellos alcanzara benevolencia. Pero él, tomando una noble resolución digna de su edad, de la prestancia de su ancianidad, de sus experimentadas y ejemplares canas, de su inmejorable proceder desde niño y, sobre todo, de la legislación santa dada por Dios, se mostró consecuente consigo diciendo que se le mandara pronto al Hades. «Porque a nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo atraiga mancha y deshonra a mi vejez. Pues aunque me libre al presente del castigo de los hombres, sin embargo ni vivo ni muerto podré escapar de las manos del Todopoderoso. Por eso, al abandonar ahora valientemente la vida, me mostraré digno de mi ancianidad, dejando a los jóvenes un ejemplo noble al morir generosamente con ánimo y nobleza por las leyes venerables y santas.» Habiendo dicho esto, se fue enseguida al suplicio del apaleamiento. Los que le llevaban cambiaron su suavidad de poco antes en dureza, después de oír las referidas palabras que ellos consideraban una locura; él, por su parte, a punto ya de morir por los golpes, dijo entre suspiros: «El Señor, que posee la ciencia santa, sabe bien que, pudiendo librarme de la muerte, soporto flagelado en mi cuerpo recios dolores, pero en mi alma los sufro con gusto por temor de Él.» De este modo llegó a su tránsito. (No sólo a los jóvenes, sino también a la gran mayoría de la nación, Eleazar dejó su muerte como ejemplo de nobleza y recuerdo de virtud.) Sucedió también que siete hermanos apresados junto con su madre, eran forzados por el rey, flagelados con azotes y nervios de buey, a probar carne de puerco (prohibida por la Ley). Uno de ellos, hablando en nombre de los demás, decía así: «¿Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros padres.» El rey, fuera de sí, ordenó poner al fuego sartenes y calderas. En cuanto estuvieron al rojo, mandó cortar la lengua al que había hablado en nombre de los demás, arrancarle el cuero cabelludo y cortarle las extremidades de los miembros, en presencia de sus demás hermanos y de su madre. Cuando quedó totalmente inutilizado, pero respirando todavía, mandó que le acercaran al fuego y le tostaran en la sartén. Mientras el humo de la sartén se difundía lejos, los demás hermanos junto con su madre se animaban mutuamente a morir con generosidad, y decían: «El Señor Dios vela y con toda seguridad se apiadará de nosotros, como declaró Moisés en el cántico que atestigua claramente: "Se apiadará de sus siervos".» Cuando el primero hizo así su tránsito, llevaron al segundo al suplicio y después de arrancarle la piel de la cabeza con los cabellos, le preguntaban: «¿Vas a comer antes de que tu cuerpo sea torturado miembro a miembro?» Él respondiendo en su lenguaje patrio, dijo: «¡No!» Por ello, también éste sufrió a su vez la tortura, como el primero. Al llegar a su último suspiro dijo: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna.» Después de éste, fue castigado el tercero; en cuanto se lo pidieron, presentó la lengua, tendió decidido las manos (y dijo con valentía: «Por don del Cielo poseo estos miembros, por sus leyes los desdeño y de Él espero recibirlos de nuevo).» Hasta el punto de que el rey y sus acompañantes estaban sorprendidos del ánimo de aquel muchacho que en nada tenía los dolores. Llegado éste a su tránsito, maltrataron de igual modo con suplicios al cuarto. Cerca ya del fin decía así: «Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida.» Enseguida llevaron al quinto y se pusieron a atormentarle. Él, mirando al rey, dijo: «Tú, porque tienes poder entre los hombres aunque eres mortal, haces lo que quieres. Pero no creas que Dios ha abandonado a nuestra raza. Aguarda tú y contemplarás su magnifico poder, cómo te atormentará a ti y a tu linaje.» Después de éste, trajeron al sexto, que estando a punto de morir decía: «No te hagas ilusiones, pues nosotros por nuestra propia culpa padecemos; por haber pecado contra nuestro Dios (nos suceden cosas sorprendentes). Pero no pienses quedar impune tú que te has atrevido a luchar contra Dios.» Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer, les decía: «Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes.» Antíoco creía que se le despreciaba a él y sospechaba que eran palabras injuriosas. Mientras el menor seguía con vida, no sólo trataba de ganarle con palabras, sino hasta con juramentos le prometía hacerle rico y muy feliz, con tal de que abandonara las tradiciones de sus padres; le haría su amigo y le confiaría altos cargos. Pero como el muchacho no le hacía ningún caso, el rey llamó a la madre y la invitó a que aconsejara al adolescente para salvar su vida. Tras de instarle él varias veces, ella aceptó el persuadir a su hijo. Se inclinó sobre él y burlándose del cruel tirano, le dijo en su lengua patria: «Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crié y te eduqué hasta la edad que tienes (y te alimenté). Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia.» En cuanto ella terminó de hablar, el muchacho dijo: «¿Qué esperáis? No obedezco el mandato del rey; obedezco el mandato de la Ley dada a nuestros padres por medio de Moisés. Y tú, que eres el causante de todas las desgracias de los hebreos, no escaparás de las manos de Dios. (Cierto que nosotros padecemos por nuestros pecados.) Si es verdad que nuestro Señor que vive, está momentáneamente irritado para castigarnos y corregirnos, también se reconciliará de nuevo con sus siervos. Pero tú, ¡Oh impío y el más criminal de todos los hombres!, no te engrías neciamente, entregándote a vanas esperanzas y alzando la mano contra sus siervos; porque todavía no has escapado del juicio del Dios que todo lo puede y todo lo ve. Pues ahora nuestros hermanos, después de haber soportado una corta pena por una vida perenne, cayeron por la alianza de Dios; tú, en cambio, por el justo juicio de Dios cargarás con la pena merecida por tu soberbia. Yo, como mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de mis padres, invocando a Dios para que pronto se muestre propicio con nuestra nación, y que tú con pruebas y azotes llegues a confesar que él es el único Dios. Que en mí y en mis hermanos se detenga la cólera del Todopoderoso justamente descargada sobre toda nuestra raza.» El rey, fuera de sí, se ensañó con éste con mayor crueldad que con los demás, por resultarle amargo el sarcasmo. También éste tuvo un limpio tránsito, con entera confianza en el Señor. Por último, después de los hijos murió la madre. Sea esto bastante para tener noticia de los banquetes sacrificiales y de las crueldades sin medida. Judas, llamado también Macabeo, y sus compañeros entraban sigilosamente en los pueblos, llamaban a sus hermanos de raza y acogiendo a los que permanecían fieles al judaísmo, llegaron a reunir 6.000 hombres. Rogaban al Señor que mirase por aquel pueblo que todos conculcaban; que tuviese piedad del santuario profanado por los hombres impíos; que se compadeciese de la ciudad destruida y a punto de ser arrasada, y que escuchase las voces de la sangre que clamaba a él; que se acordase de la inicua matanza de niños inocentes y de las blasfemias proferidas contra su nombre, y que mostrase su odio al mal. Macabeo, con su tropa organizada, fue ya invencible para los gentiles, al haberse cambiado en misericordia la cólera del Señor. Llegando de improviso, incendiaba ciudades y pueblos; después de ocupar las posiciones estratégicas, causaba al enemigo grandes pérdidas. Prefería la noche como aliada para tales incursiones. La fama de su valor se extendía por todas partes. Al ver Filipo que este hombre progresaba paulatinamente y que sus éxitos eran cada día más frecuentes, escribió a Tolomeo, estratega de Celesiria y Fenicia para que viniese en ayuda de los intereses del rey. Éste designó enseguida a Nicanor, hijo de Patroclo, uno de sus primeros amigos, y le envió al frente de no menos de 20.000 hombres de todas las naciones para exterminar la raza entera de Judea. Puso a su lado a Gorgias, general con experiencia en lides guerreras. Nicanor intentaba, por su parte, saldar con la venta de prisioneros judíos, el tributo de 2.000 talentos que el rey debía a los romanos. Pronto envió a las ciudades marítimas una invitación para que vinieran a comprar esclavos judíos, prometiendo entregar noventa esclavos por un talento sin esperarse el castigo del Todopoderoso que estaba a punto de caer sobre él. Llegó a Judas la noticia de la expedición de Nicanor. Cuando comunicó a los que le acompañaban que el ejército se acercaba, los cobardes y desconfiados de la justicia divina, comenzaron a escaparse y alejarse del lugar; los demás vendían todo lo que les quedaba, y pedían al mismo tiempo al Señor que librara a los que el impío Nicanor tenía vendidos aun antes de haberse enfrentado. Si no por ellos, sí por las alianzas con sus padres y porque invocaban en su favor el venerable y majestuoso Nombre. Después de reunir a los suyos, en número de 6.000, el Macabeo les exhortaba a no dejarse amedrentar por los enemigos y a no temer a la muchedumbre de gentiles que injustamente venían contra ellos, sino a combatir con valor, teniendo a la vista el ultraje que inicuamente habían inferido al Lugar Santo, los suplicios infligidos a la ciudad y la abolición de las instituciones ancestrales. «Ellos, les dijo, confían en sus armas y en su audacia; pero nosotros tenemos nuestra confianza puesta en Dios Todopoderoso, que puede abatir con un gesto a los que vienen contra nosotros y al mundo entero.» Les enumeró los auxilios dispensados a sus antecesores, especialmente frente a Senaquerib, cuando perecieron 185.000, y el recibido en Babilonia, en la batalla contra los gálatas, cuando entraron en acción todos los 8.000 judíos junto a los 4.000 macedonios, y cuando los macedonios se hallaban en apuros, los 8.000 derrotaron a 120.000, gracias al auxilio que les llegó del cielo, y se hicieron con un gran botín. Después de haberlos enardecido con estas palabras y de haberlos dispuesto a morir por las leyes y por la patria, dividió el ejército en cuatro cuerpos. Puso a sus hermanos, Simón, José y Jonatán, al frente de cada cuerpo, dejando a las órdenes de cada uno 1.500 hombres. Además mandó a Esdrías que leyera el libro sagrado; luego, dando como consigna «Auxilio de Dios», él mismo al frente del primer cuerpo trabó combate con Nicanor. Al ponerse el Todopoderoso de su parte en la lucha, dieron muerte a más de 9.000 enemigos, hirieron y mutilaron a la mayor parte del ejército de Nicanor, y a todos los demás los pusieron en fuga. Se apoderaron del dinero de los que habían venido a comprarlos. Después de haberlos perseguido bastante tiempo, se volvieron, obligados por la hora, pues era víspera del sábado, y por esta causa no continuaron en su persecución. Una vez que hubieron amontonado las armas y recogido los despojos de los enemigos, comenzaron la celebración del sábado, desbordándose en bendiciones y alabanzas al Señor que en aquel día les había salvado, estableciendo el comienzo de su misericordia. Al acabar el sábado, dieron una parte del botín a los que habían sufrido la persecución, así como a las viudas y huérfanos; ellos y sus hijos se repartieron el resto. Hecho esto, en rogativa pública rogaron al Señor misericordioso que se reconciliara del todo con sus siervos. En su combate con las tropas de Timoteo y Báquides, mataron a éstos más de 20.000 hombres, se adueñaron por completo de altas fortalezas y dividieron el inmenso botín en partes iguales, una para ellos y otra para los que habían sufrido la persecución, los huérfanos y las viudas, así como para los ancianos. Con todo cuidado reunieron las armas capturadas en lugares convenientes y llevaron a Jerusalén el resto de los despojos. Mataron al filarca de la escolta de Timoteo, hombre muy impío que había causado mucho pesar a los judíos. Mientras celebraban la victoria en su patria, quemaron a los que habían incendiado los portones sagrados, así como a Calístenes, que estaban refugiados en una misma casita, y que recibieron así la merecida paga de su impiedad. Nicanor, tres veces criminal, que había traído a los mil comerciantes para la venta de los judíos, con el auxilio del Señor, quedó humillado por los mismos que él despreciaba como los más viles; despojándose de sus galas, como un fugitivo a campo través, buscando la soledad llegó hasta Antioquía con mucha suerte, después del desastre de su ejército. El que había pretendido saldar el tributo debido a los romanos con la venta de los prisioneros de Jerusalén, proclamaba que los judíos tenían a Alguien que les defendía, y que los judíos eran invulnerables por el hecho de que seguían las leyes prescritas por Aquél. Sucedió por este tiempo que Antíoco hubo de retirarse desordenadamente de las regiones de Persia. En efecto, habiendo entrado en la ciudad llamada Persépolis, pretendió saquear el santuario y oprimir la ciudad; ante ello, la muchedumbre sublevándose acudió a las armas y le puso en fuga; y sucedió que Antíoco, ahuyentado por los naturales del país, hubo de emprender una vergonzosa retirada. Cuando estaba en Ecbátana, le llegó la noticia de lo ocurrido a Nicanor y a las tropas de Timoteo. Arrebatado de furor, pensaba vengar en los judíos la afrenta de los que le habían puesto en fuga, y por eso ordenó al conductor que hiciera avanzar el carro sin parar hasta el término del viaje. Pero ya el juicio del Cielo se cernía sobre él, pues había hablado así con orgullo: «En cuanto llegue a Jerusalén, haré de la ciudad una fosa común de judíos.» Pero el Señor Dios de Israel que todo lo ve, le hirió con una llaga incurable e invisible: apenas pronunciada esta frase, se apoderó de sus entrañas un dolor irremediable, con agudos retortijones internos, cosa totalmente justa para quien había hecho sufrir las entrañas de otros con numerosas y desconocidas torturas. Pero él de ningún modo cesaba en su arrogancia; estaba lleno todavía de orgullo, respiraba el fuego de su furor contra los judíos y mandaba acelerar la marcha. Pero sucedió que vino a caer de su carro que corría velozmente y, con la violenta caída, todos los miembros de su cuerpo se le descoyuntaron. El que poco antes pensaba dominar con su altivez de superhombre las olas del mar, y se imaginaba pesar en una balanza las cimas de las montañas, caído por tierra, era luego transportado en una litera, mostrando a todos de forma manifiesta el poder de Dios, hasta el punto que de los ojos del impío pululaban gusanos, caían a pedazos sus carnes, aun estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su infecto hedor apestaba todo el ejército. Al que poco antes creía tocar los astros del cielo, nadie podía ahora llevarlo por la insoportable repugnancia del hedor. Así comenzó entonces, herido, a abatir su excesivo orgullo y a llegar al verdadero conocimiento bajo el azote divino, en tensión a cada instante por los dolores. Como ni él mismo podía soportar su propio hedor, decía: «Justo es estar sumiso a Dios y que un mortal no pretenda igualarse a la divinidad.» Pero aquel malvado rogaba al Soberano de quien ya no alcanzaría misericordia, prometiendo que declararía libre la ciudad santa, a la que se había dirigido antes a toda prisa para arrasarla y transformarla en fosa común, que equipararía con los atenienses a todos aquellos judíos que había considerado dignos, no de una sepultura, sino de ser arrojados con sus niños como pasto a las fieras; que adornaría con los más bellos presentes el Templo Santo que antes había saqueado; que devolvería multiplicados todos los objetos sagrados; que suministraría a sus propias expensas los fondos que se gastaban en los sacrificios; y, además, que se haría judío y recorrería todos los lugares habitados para proclamar el poder de Dios. Como sus dolores de ninguna forma se calmaban, pues había caído sobre él el justo juicio de Dios, desesperado de su estado, escribió a los judíos la carta copiada a continuación, en forma de súplica, con el siguiente contenido: «A los honrados judíos, ciudadanos suyos, con los mejores deseos de dicha, salud y prosperidad, saluda el rey y estratega Antíoco. Si os encontráis bien vosotros y vuestros hijos, y vuestros asuntos van conforme a vuestros deseos, damos por ello rendidas gracias. En cuanto a mí, me encuentro postrado sin fuerza en mi lecho, con un amistoso recuerdo de vosotros. A mi vuelta de las regiones de Persia, contraje una molesta enfermedad y he considerado necesario preocuparme de vuestra seguridad común. No desespero de mi situación, antes bien tengo grandes esperanzas de salir de esta enfermedad; pero considerando que también mi padre, con ocasión de salir a campaña hacia las regiones altas, designó su futuro sucesor, para que, si ocurría algo sorprendente o si llegaba alguna noticia desagradable, los habitantes de las provincias no se perturbaran, por saber ya a quién quedaba confiado el gobierno; dándome cuenta además de que los soberanos de alrededor, vecinos al reino, acechan las oportunidades y aguardan lo que pueda suceder, he nombrado rey a mi hijo Antíoco, a quien muchas veces, al recorrer las satrapías altas, os he confiado y recomendado a gran parte de vosotros. A él le he escrito lo que sigue. Por tanto os exhorto y ruego que acordándoos de los beneficios recibidos en común y en particular, guardéis cada uno también con mi hijo la benevolencia que tenéis hacia mí. Pues estoy seguro de que él, realizando con moderación y humanidad mis proyectos, se entenderá bien con vosotros.» Así pues, aquel asesino y blasfemo, sufriendo los peores padecimientos, como los había hecho padecer a otros, terminó la vida en tierra extranjera, entre montañas, en el más lamentable infortunio. Filipo, su compañero, trasladaba su cuerpo; mas, por temor al hijo de Antíoco, se retiró a Egipto, junto a Tolomeo Filométor. Macabeo y los suyos, guiados por el Señor, recuperaron el Templo y la ciudad, destruyeron los altares levantados por los extranjeros en la plaza pública, así como los recintos sagrados. Después de haber purificado el Templo, hicieron otro altar; tomando fuego de pedernal del que habían sacado chispas, tras dos años de intervalo ofrecieron sacrificios, el incienso y las lámparas, y colocaron los panes de la Presencia. Hecho esto, rogaron al Señor, postrados sobre el vientre, que no les permitiera volver a caer en tales desgracias, sino que, si alguna vez pecaban, les corrigiera con benignidad, y no los entregara a los gentiles blasfemos y bárbaros. Aconteció que el mismo día en que el Templo había sido profanado por los extranjeros, es decir, el veinticinco del mismo mes que es Kisléu, tuvo lugar la purificación del Templo. Lo celebraron con alegría durante ocho días, como en la fiesta de las Tiendas, recordando cómo, poco tiempo antes, por la fiesta de las Tiendas, estaban cobijados como fieras en montañas y cavernas. Por ello, llevando tirsos, ramas hermosas y palmas, entonaban himnos hacia Aquél que había llevado a buen término la purificación de su lugar. Por público decreto y voto prescribieron que toda la nación de los judíos celebrara anualmente aquellos mismos días. Tales fueron las circunstancias de la muerte de Antíoco, apellidado Epífanes. Vamos a exponer ahora lo referente a Antíoco Eupátor, hijo de aquel impío, resumiendo las desgracias debidas a las guerras. En efecto, una vez heredado el reino, puso al frente de sus asuntos a un tal Lisias, estratega supremo de Celesiria y Fenicia. Pues Tolomeo, el llamado Macrón, el primero en observar la justicia con los judíos, debido a la injusticia con que se les había tratado, procuraba resolver pacíficamente lo que a ellos concernía; acusado ante Eupátor a consecuencia de ello por los amigos del rey, oía continuamente que le llamaban traidor, por haber abandonado Chipre, que Filométor le había confiado, y por haberse pasado a Antíoco Epífanes. Al no poder honrar debidamente la dignidad de su cargo, envenenándose, dejó esta vida. Gorgias, hecho estratega de la región, mantenía tropas mercenarias y en toda ocasión hostigaba a los judíos. Al mismo tiempo los idumeos, dueños de fortalezas estratégicas, causaban molestias a los judíos, y acogiendo a los fugitivos de Jerusalén procuraban fomentar la guerra. Macabeo y sus compañeros, después de haber celebrado una rogativa y haber pedido a Dios que luchara junto a ellos, se lanzaron contra las fortalezas de los idumeos; después de atacarlos con ímpetu, se apoderaron de las posiciones e hicieron retroceder a todos los que combatían sobre la muralla; daban muerte a cuantos caían en sus manos. Mataron por lo menos 20.000. No menos de 9.000 hombres se habían refugiado en dos torres muy bien fortificadas y abastecidas de cuanto era necesario para resistir un sitio. Macabeo dejó entonces a Simón y José, y además a Zaqueo y a los suyos, en número suficiente para asediarles, y él mismo partió hacia otros lugares de mayor urgencia. Pero los hombres de Simón, ávidos de dinero, se dejaron sobornar por algunos de los que estaban en las torres; por 70.000 dracmas dejaron que algunos se escapasen. Cuando se dio a Macabeo la noticia de lo sucedido, reunió a los jefes del pueblo y acusó a aquellos hombres de haber vendido a sus hermanos por dinero al soltar enemigos contra ellos. Hizo por tanto ejecutarles por traidores e inmediatamente se apoderó de las dos torres. Con atinada dirección y con las armas en las manos, mató en las dos fortalezas a más de 20.000 hombres. Timoteo, que antes había sido vencido por los judíos, después de reclutar numerosas fuerzas extranjeras y de reunir no pocos caballos traídos de Asia, se presentó con la intención de conquistar Judea por las armas. Ante su avance, los hombres de Macabeo, en rogativas a Dios, cubrieron de polvo su cabeza y ciñeron de sayal la cintura; y, postrándose delante del Altar, a su pie, pedían a Dios que, mostrándose propicio con ellos, se hiciera enemigo de sus enemigos y adversario de sus adversarios, como declara la Ley. Al acabar la plegaria, tomaron las armas y avanzaron un buen trecho fuera de la ciudad; cuando estaban cerca de sus enemigos, se detuvieron. A poco de difundirse la claridad del Sol naciente, ambos bandos se lanzaron al combate; los unos tenían como garantía del éxito y de la victoria, además de su valor, el recurso al Señor; los otros combatían con la furia como guía de sus luchas. En lo recio de la batalla, aparecieron desde el cielo ante los adversarios cinco hombres majestuosos montados en caballos con frenos de oro, que se pusieron al frente de los judíos; colocaron a Macabeo en medio de ellos y, cubriéndole con sus armaduras, le hacían invulnerable; arrojaban sobre los adversarios saetas y rayos, por lo que heridos de ceguera se dispersaban en completo desorden. 20.500 infantes fueron muertos y seiscientos jinetes. El mismo Timoteo se refugió en una fortaleza, muy bien guardada, llamada Gázara, cuyo estratega era Quereas. Las tropas de Macabeo, alborozadas, asediaron la ciudadela durante cuatro días. Los de dentro, confiados en lo seguro de la posición, blasfemaban sin cesar y proferían palabras impías. Amanecido el quinto día, veinte jóvenes de las tropas de Macabeo, encendidos en furor a causa de las blasfemias, se lanzaron valientemente contra la muralla y con fiera bravura herían a cuantos se ponían delante. Otros, subieron igualmente por el lado opuesto contra los de dentro, prendieron fuego a las torres y, encendiendo hogueras, quemaron vivos a los blasfemos. Aquéllos, entretanto, rompían las puertas, y tras abrir paso al resto del ejército, se apoderaron de la ciudad. Mataron a Timoteo, que estaba escondido en una cisterna, así como a su hermano Quereas y a Apolófanes. Al término de estas proezas, con himnos y alabanzas bendecían al Señor que hacía grandes beneficios a Israel y a ellos les daba la victoria. Muy poco tiempo después, Lisias, tutor y pariente del rey, que estaba al frente de los negocios, muy contrariado por lo sucedido, reunió unos 80.000 hombres con toda la caballería, y se puso en marcha contra los judíos, con la intención de hacer de la ciudad una población de griegos, convertir el Templo en fuente de recursos, como los demás recintos sagrados de los gentiles, y poner cada año en venta la dignidad del sumo sacerdocio. No tenía en cuenta en absoluto el poder de Dios, engreído como estaba con sus miríadas de infantes, sus millares de jinetes y sus ochenta elefantes. Entró en Judea, se acercó a Bet Sur, plaza fuerte que dista de Jerusalén unas cinco esjenas, y la cercó estrechamente. En cuanto los hombres de Macabeo supieron que Lisias estaba sitiando las fortalezas, comenzaron a implorar al Señor con gemidos y lágrimas, junto con la multitud, que enviase un ángel bueno para salvar a Israel. Macabeo en persona tomó el primero las armas y exhortó a los demás a que juntamente con él afrontaran el peligro y auxiliaran a sus hermanos. Ellos se lanzaron juntos con entusiasmo. Cuando estaban cerca de Jerusalén, apareció poniéndose al frente de ellos, un jinete vestido de blanco, blandiendo armas de oro. Todos a una bendijeron entonces a Dios misericordioso y sintieron enardecerse sus ánimos, dispuestos a atravesar no sólo a hombres, sino aun a las fieras más salvajes murallas de hierro. Avanzaban equipados, con el aliado enviado del Cielo, porque el Señor se había compadecido de ellos. Se lanzaron como leones sobre los enemigos, abatieron 11.000 infantes y 1.600 jinetes, y obligaron a huir a todos los demás. La mayoría de éstos escaparon heridos y desarmados; el mismo Lisias se salvó huyendo vergonzosamente. Pero Lisias no era hombre sin juicio. Reflexionando sobre la derrota que acababa de sufrir, y comprendiendo que los hebreos eran invencibles porque el Dios poderoso luchaba con ellos, les propuso por una embajada la reconciliación bajo toda clase de condiciones justas; y que además obligaría al rey a hacerse amigo de ellos. Macabeo asintió a todo lo que Lisias proponía, preocupado por el interés público; pues el rey concedió cuanto Macabeo había pedido por escrito a Lisias acerca de los judíos. La carta escrita por Lisias a los judíos decía lo siguiente: «Lisias saluda a la población de los judíos. Juan y Absalón, vuestros enviados, al entregarme el documento copiado a continuación, me han rogado una respuesta sobre lo que en el mismo se significaba. He dado cuenta al rey de todo lo que debía exponérsele; lo que era de mi competencia lo he concedido. Por consiguiente, si mantenéis vuestra buena disposición hacia el Estado, también yo procuraré en adelante colaborar en vuestro favor. En cuanto a los detalles, tengo dada orden a vuestros enviados y a los míos de que los discutan con vosotros. Seguid bien. Año 148, el veinticuatro de Dióscoro.» La carta del rey decía lo siguiente: «El rey Antíoco saluda a su hermano Lisias. Habiendo pasado nuestro padre donde los dioses, deseamos que los súbditos del reino vivan sin inquietudes para entregarse a sus propias ocupaciones. Teniendo oído que los judíos no están de acuerdo en adoptar las costumbres griegas, como era voluntad de mi padre, sino que prefieren seguir sus propias costumbres, y ruegan que se les permita acomodarse a sus leyes, deseosos, por tanto, de que esta nación esté tranquila, decidimos que se les restituya el Templo y que puedan vivir según las costumbres de sus antepasados. Bien harás, por tanto, en enviarles emisarios que les den la mano, para que al saber nuestra determinación, se sientan confiados y se dediquen con agrado a sus propias ocupaciones.» La carta del rey a la nación era como sigue: «El rey Antíoco saluda al Senado de los judíos y a los demás judíos. Sería nuestro deseo que os encontrarais bien; también nosotros gozamos de salud. Menelao nos ha manifestado vuestro deseo de volver a vuestros hogares. A los que vuelvan antes del treinta del mes de Xántico se les ofrece la mano y libertad para que los judíos se sirvan de sus propios alimentos y leyes como antes, y ninguno de ellos sea molestado en modo alguno a causa de faltas cometidas por ignorancia. He enviado a Menelao para que os anime. Seguid bien. Año 148, día quince de Xántico.» También los romanos les enviaron una carta con el siguiente contenido: «Quinto Memmio, Tito Manilio, Manio Sergio, legados de los romanos, saludan al pueblo de los judíos. Nosotros damos nuestro consentimiento a lo que Lisias, pariente del rey, os ha concedido. Pero en relación con lo que él decidió presentar al rey, mandadnos algún emisario en cuanto lo hayáis examinado, para que lo expongamos en la forma que os conviene, ya que nos dirigimos a Antioquía. Daos prisa, por tanto; enviadnos a algunos, para que también nosotros conozcamos cuál es vuestra opinión. Seguid en buena salud. Año 148, día quince de Dióscoro.» Una vez terminados estos tratados, Lisias se volvió junto al rey, mientras los judíos se entregaban a las labores del campo. Pero algunos de los estrategas en plaza, Timoteo y Apolonio, hijo de Genneo, y también Jerónimo y Demofón, además de Nicanor, el Chipriarca, no les dejaban vivir en paz ni disfrutar de sosiego. Los habitantes de Joppe, por su parte, perpetraron la enorme impiedad que sigue: invitaron a los judíos que vivían con ellos, a subir con mujeres y niños a las embarcaciones que habían preparado, como si no guardaran contra ellos ninguna enemistad. Conforme a la común decisión de la ciudad, aceptaron los judíos, por mostrar sus deseos de vivir en paz y que no tenían el menor recelo; pero, cuando se hallaban en alta mar, los echaron al fondo, en número no inferior a doscientos. Cuando Judas se enteró de la crueldad cometida con sus compatriotas, se lo anunció a sus hombres; y después de invocar a Dios, el justo juez, se puso en camino contra los asesinos de sus hermanos, incendió por la noche el puerto, quemó las embarcaciones y pasó a cuchillo a los que se habían refugiado allí. Al encontrar cerrada la plaza, se retiró con la intención de volver de nuevo y exterminar por completo a la población de Joppe. Enterado de que también los de Yamnia querían actuar de la misma forma con los judíos que allí habitaban, atacó también de noche a los yamnitas e incendió el puerto y la flota, de modo que el resplandor de las llamas se veía hasta en Jerusalén y eso que había 240 estadios de distancia. Marchando contra Timoteo, se alejaron de allí nueve estadios, cuando le atacaron no menos de 5.000 árabes y quinientos jinetes. En la recia batalla trabada, las tropas de Judas lograron la victoria, gracias al auxilio recibido de Dios; los nómadas, vencidos, pidieron a Judas que les diera la mano, prometiendo entregarle ganado y serle útiles en adelante. Judas, dándose cuenta de que verdaderamente en muchos casos podían ser de utilidad, consintió en hacer las paces con ellos; estrechada la mano se retiraron a las tiendas. Judas atacó también a cierta ciudad fortificada con terraplenes, rodeada de murallas, y habitada por una población mixta de varias naciones, por nombre Caspín. Los sitiados, confiados en la solidez de las murallas y en la provisión de víveres, trataban groseramente con insultos a los hombres de Judas, profiriendo además blasfemias y palabras sacrílegas. Los hombres de Judas, después de invocar al gran Señor del mundo, que sin arietes ni máquinas de guerra había derruido a Jericó en tiempo de Josué, atacaron ferozmente la muralla. Una vez dueños de la ciudad por la voluntad de Dios, hicieron una indescriptible carnicería hasta el punto de que el lago vecino, con su anchura de dos estadios, parecía lleno con la sangre que le había llegado. Se alejaron de allí 750 estadios y llegaron a Járaca, donde los judíos llamados tubios. Pero no encontraron en aquellos lugares a Timoteo, que al no lograr nada se había ido de allí, dejando con todo en determinado lugar una fortísima guarnición. Dositeo y Sosípatro, capitanes de Macabeo, en una incursión mataron a los hombres que Timoteo había dejado en la fortaleza, más de 10.000. Macabeo distribuyó su ejército en cohortes, puso a aquellos dos a su cabeza y se lanzó contra Timoteo que tenía consigo 20.000 infantes y 2.500 jinetes. Al enterarse Timoteo de la llegada de Judas, mandó por delante las mujeres, los niños y el resto de la impedimenta al sitio llamado Carnión; pues era un lugar inexpugnable y de acceso difícil, por la angostura de todos sus pasos. En cuanto apareció, la primera, la cohorte de Judas, se apoderó de los enemigos el miedo y el temor al manifestarse ente ellos Aquél que todo lo ve, y se dieron a la fuga cada cual por su lado, de modo que muchas veces eran heridos por sus propios compañeros y atravesados por las puntas de sus espadas. Judas seguía tenazmente en su persecución, acuchillando a aquellos criminales; llegó a matar hasta 30.000 hombres. El mismo Timoteo cayó en manos de los hombres de Dositeo y Sosípatro; les instaba con mucha palabrería que le dejaran ir salvo, pues alegaba tener en su poder a parientes entre los cuales había hermanos de muchos de ellos, de cuya vida nadie se cuidaría. Cuando él garantizó, después de muchas palabras, la determinación de restituirlos sanos y salvos, le dejaron libre con ánimo de liberar a sus hermanos. Habiéndose dirigido al Carnión y al Atargateion, Judas dio muerte a 25.000 hombres. Después de haber derrotado (y destruido) a estos enemigos, dirigió una expedición contra la ciudad fuerte de Efrón, donde habitaba Lisanias, con una multitud de toda estirpe. Jóvenes vigorosos, apostados ante las murallas, combatían con valor; en el interior había muchas reservas de máquinas de guerra y proyectiles. Después de haber invocado al Señor que aplasta con energía las fuerzas de los enemigos, los judíos se apoderaron de la ciudad y abatieron por tierra a unos 25.000 de los que estaban dentro. Partiendo de allí se lanzaron contra Escitópolis, ciudad que dista de Jerusalén sesenta estadios. Pero como los judíos allí establecidos atestiguaron que los habitantes de la ciudad habían sido benévolos con ellos y les habían dado buena acogida en los tiempos de desgracia, Judas y los suyos se lo agradecieron y les exhortaron a que también en lo sucesivo se mostraran bien dispuestos con su raza. Llegaron a Jerusalén en la proximidad de la fiesta de las Semanas. Después de la fiesta llamada de Pentecostés, se lanzaron contra Gorgias, el estratega de Idumea. Salió éste con 3.000 infantes y cuatrocientos jinetes, y sucedió que cayeron algunos de los judíos que les habían presentado batalla. Un tal Dositeo, jinete valiente, del cuerpo de los tubios, se apoderó de Gorgias, y agarrándole por la clámide, le arrastraba por la fuerza con el deseo de capturar vivo a aquel maldito; pero un jinete tracio se echó sobre Dositeo, le cortó el hombro, y Gorgias huyó hacia Marisá. Ante la fatiga de los hombres de Esdrías que llevaban mucho tiempo luchando, Judas suplicó al Señor que se mostrase su aliado y su guía en el combate. Entonó entonces en su lengua patria el grito de guerra y algunos himnos, irrumpió de improviso sobre las tropas de Gorgias y las derrotó. Judas, después de reorganizar el ejército, se dirigió hacia la ciudad de Odolam. Al llegar el día séptimo, se purificaron según la costumbre y celebraron allí el sábado. Al día siguiente, fueron en busca de Judas (cuando se hacía ya necesario), para recoger los cadáveres de los que habían caído y depositarlos con sus parientes en los sepulcros de sus padres. Entonces encontraron bajo las túnicas de cada uno de los muertos objetos consagrados a los ídolos de Yamnia, que la Ley prohíbe a los judíos. Fue entonces evidente para todos por qué motivo habían sucumbido aquellos hombres. Bendijeron, pues, todos las obras del Señor, juez justo, que manifiesta las cosas ocultas, y pasaron a la súplica, rogando que quedara completamente borrado el pecado cometido. El valeroso Judas recomendó a la multitud que se mantuvieran limpios de pecado, a la vista de lo sucedido por el pecado de los que habían sucumbido. Después de haber reunido entre sus hombres cerca de 2.000 dracmas, las mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy hermosa y noblemente, pensando en la resurrección. Pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos; mas si consideraba que una magnífica recompensa está reservada a los que duermen piadosamente, era un pensamiento santo y piadoso. Por eso mandó hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado. El año 149, los hombres de Judas se enteraron de que Antíoco Eupátor marchaba sobre Judea con numerosas tropas, y que con él venía Lisias, su tutor y encargado de los negocios, cada uno con un ejército griego de 110.000 infantes, 5.300 jinetes, veintidós elefantes y trescientos carros armados de hoces. También Menelao se unió a ellos e incitaba muy taimadamente a Antíoco, no por salvar a su patria, sino con la idea de establecerse en el poder. Pero el Rey de reyes excitó la cólera de Antíoco contra aquel malvado; Lisias demostró al rey que aquel hombre era el causante de todos los males, y Antíoco ordenó conducirle a Berea y darle allí muerte, según las costumbres del lugar. Hay en aquel lugar una torre de cincuenta codos, llena de ceniza, provista de un dispositivo giratorio, en pendiente por todos los lados hacia la ceniza. Al reo de robo sacrílego o al que ha perpetrado algún otro crimen horrendo, lo suben allí y lo precipitan para su perdición. Y sucedió que con tal suplicio murió aquel inicuo Menelao que ni siquiera tuvo la suerte de encontrar la tierra que le recibiera. Y muy justamente fue así, pues, después de haber cometido muchos pecados contra el altar, cuyo fuego y ceniza eran sagrados, en la ceniza encontró la muerte. Marchaba, pues, el rey embargado de bárbaros sentimientos, dispuesto a mostrar a los judíos peores cosas que las sucedidas en tiempo de su padre. Al saberlo Judas mandó a la tropa que invocara al Señor día y noche, para que también en esta ocasión, como en otras, viniera en ayuda de los que estaban a punto de ser privados de la Ley, de la patria y del Templo santo, y no permitiera que aquel pueblo, que todavía hacía poco había recobrado el ánimo, cayera en manos de gentiles de mala fama. Una vez que todos juntos cumplieron la orden y suplicaron al Señor misericordioso con lamentaciones y ayunos y postraciones durante tres días seguidos, Judas les animó y les mandó que estuvieran preparados. Después de reunirse en privado con los Ancianos, decidió que, antes que el ejército del rey entrara en Judea y se hiciera dueño de la ciudad, salieran los suyos para resolver la situación con el auxilio de Dios. Judas, dejando la decisión al Creador del mundo, animó a sus hombres a combatir heroicamente hasta la muerte por la causa de las leyes, el Templo, la ciudad, la patria y las instituciones; y acampó en las cercanías de Modín. Dio a los suyos como consigna «Victoria de Dios» y atacó de noche con lo más escogido de los jóvenes la tienda del rey. Mató en el campamento a unos 2.000 hombres y los suyos hirieron al mayor de los elefantes junto con su conductor; llenaron finalmente el campamento de terror y confusión, y se retiraron victoriosos cuando el día despuntaba. Todo ello sucedió, gracias a la protección que el Señor había brindado a Judas. El rey, que había probado ya la osadía de los judíos, intentó alcanzar las posiciones con estratagemas. Se aproximó a Bet Sur, plaza fuerte de los judíos; pero fue rechazado, derrotado y vencido. Judas hizo llegar a los de dentro lo que necesitaban. Pero Rodoco, uno del ejército judío, revelaba los secretos a los enemigos; fue buscado, capturado y ejecutado. El rey parlamentó por segunda vez con los de Bet Sur, dio y tomó la mano y luego se retiró. Atacó a las tropas de Judas, y fue vencido. Supo entonces que Filipo, a quien había dejado en Antioquía al frente de los negocios, se había sublevado. Consternado, llamó a los judíos, se avino a sus deseos, y prestó juramento sobre todas las condiciones justas. Se reconcilió y ofreció un sacrificio, honró al santuario y se mostró generoso con el Lugar Santo. Prestó buena acogida a Macabeo y dejó a Hegemónides como estratega desde Tolemaida hasta la región de los guerraínos. Salió hacia Tolemaida; pero los habitantes de la ciudad estaban muy disgustados por este tratado: estaban en verdad indignados por los acuerdos, que ellos querían abolir. Lisias entonces subió a la tribuna e hizo la mejor defensa que pudo; les convenció y calmó, y les dispuso a la benevolencia. Luego partió hacia Antioquía. Así sucedió con la expedición y la retirada del rey. Después de tres años de intervalo, los hombres de Judas supieron que Demetrio, hijo de Seleuco, había atracado en el puerto de Trípoli con un fuerte ejército y una flota, y que se había apoderado de la región, después de haber dado muerte a Antíoco y a su tutor Lisias. Un tal Alcimo, que antes había sido sumo sacerdote, pero que se había contaminado voluntariamente en tiempo de la rebelión, pensando que de ninguna forma había para él salvación ni acceso posible al altar sagrado, fue al encuentro del rey Demetrio, hacia el año 151, y le ofreció una corona de oro, una palma, y además, los rituales ramos de olivo del Templo. Y por aquel día no hizo más. Pero encontró una ocasión propicia para su demencia, al ser llamado por Demetrio a consejo y al ser preguntado sobre las disposiciones y designios de los judíos. Respondió: «Los judíos llamados asideos, encabezados por Judas Macabeo, fomentan guerras y rebeliones, para no dejar que el reino viva en paz. Por eso aunque despojado de mi dignidad ancestral, me refiero al sumo sacerdocio, he venido aquí en primer lugar con verdadera preocupación por los intereses del rey, y en segundo lugar, con la mirada puesta en mis propios compatriotas, pues por la locura de los hombres que he mencionado, toda nuestra raza padece no pocos males. Informado con detalle de todo esto, ¡Oh rey!, mira por nuestro país y por nuestra nación por todas partes asediada, con esa accesible benevolencia que tienes para todos; pues mientras Judas subsista, le es imposible al Estado alcanzar la paz.» En cuanto él dijo esto, los demás amigos que sentían aversión hacia lo de Judas, se apresuraron a encender más el ánimo de Demetrio. Designó inmediatamente a Nicanor, que había llegado a ser elefantarca, le nombró estratega de Judea y le envió con órdenes de hacer morir a Judas, dispersar a todos sus hombres y restablecer a Alcimo como sumo sacerdote del más grande de los templos. Los gentiles de Judea, fugitivos de Judas, se unieron en masa a Nicanor, imaginándose que las desgracias y reveses de los judíos serían sus propios éxitos. Al tener noticia de la expedición de Nicanor y del asalto de los gentiles, esparcieron sobre sí polvo e imploraron a Aquél que por siempre había establecido a su pueblo y que siempre protegía a su propia heredad con sus manifestaciones. Por orden de su jefe, salieron inmediatamente de allí y trabaron lucha con ellos junto al pueblo de Dessáu. Simón, hermano de Judas, había entablado combate con Nicanor, pero, a causa de la repentina llegada de los enemigos, sufrió un ligero revés. Pero con todo, Nicanor, al tener noticia de la bravura de los hombres de Judas y del valor con que combatían por su patria, temía resolver la situación por la sangre. Por este motivo envió a Posidonio, Teodoto y Matatías para concertar la paz. Después de maduro examen de las condiciones, el jefe se las comunicó a las tropas y, ante el parecer unánime, aceptaron el tratado. Fijaron la fecha en que se reunirían los jefes en privado. Se adelantó un vehículo de cada lado y prepararon asientos. Judas dispuso en lugares estratégicos hombres armados, preparados para el caso de que se produjera alguna repentina traición de parte enemiga. Tuvieron la entrevista en buen acuerdo. Nicanor pasó algún tiempo en Jerusalén sin hacer nada inoportuno y despidió a las turbas que, en masa, se le habían reunido. Siempre tenía a Judas consigo; sentía una cordial inclinación hacia este hombre. Le aconsejó que se casara y tuviera descendencia. Judas se casó, vivió con tranquilidad, y disfrutó de la vida. Alcimo, al ver la recíproca comprensión, se hizo con una copia del acuerdo concluido y se fue donde Demetrio. Le decía que Nicanor tenía sentimientos contrarios a los intereses del Estado, pues había designado como sucesor suyo a Judas, el conspirador contra el reino. Fuera de sí el rey, excitado por las calumnias de aquel maligno, escribió a Nicanor comunicándole que estaba disgustado con el acuerdo y ordenándole que inmediatamente mandara encadenado a Macabeo a Antioquía. Cuando Nicanor recibió la comunicación, quedó consternado, pues le desagradaba mucho tener que anular lo convenido, sin que hubiera cometido aquel hombre injusticia alguna. Pero, como no era posible oponerse al rey, aguardaba la oportunidad de ejecutar la orden con alguna estratagema. Cuando Macabeo, por su parte, notó que Nicanor se portaba más secamente con él y que le trataba con más frialdad en sus habituales relaciones, pensó que tal sequedad no procedía de las mejores disposiciones. Reunió a muchos de los suyos y procuró ocultarse de Nicanor. Este otro, al darse cuenta de que aquel hombre le había vencido con nobleza, se presentó en el más grande y santo Templo en el momento en que los sacerdotes ofrecían los sacrificios rituales y les exigió que le entregaran a aquel hombre. Aseguraron ellos con juramento que no sabían dónde estaba el hombre que buscaba. Entonces él extendiendo la diestra hacia el santuario, hizo este juramento: «Si no me entregáis encadenado a Judas, arrasaré este recinto sagrado de Dios, destruiré el altar, y aquí mismo levantaré un espléndido Templo a Dióniso.» Y, dicho esto, se fue. Los sacerdotes con las manos tendidas al cielo, invocaban a Aquél que sin cesar había combatido en favor de nuestra nación, diciendo: «Tú, Señor, que nada necesitas, te has complacido en que el santuario de tu morada se halle entre nosotros. También ahora, Señor santo de toda santidad, preserva siempre limpia de profanación esta Casa recién purificada.» Razías, uno de los ancianos de Jerusalén, fue denunciado a Nicanor. Era hombre amante de sus conciudadanos, muy bien considerado, llamado por su buen corazón «Padre de los judíos», pues, en los tiempos que precedieron a la sublevación, había sido acusado de Judaísmo, y por el Judaísmo había expuesto cuerpo y vida con gran constancia. Queriendo Nicanor hacer patente la hostilidad que le embargaba hacia los judíos, envió más de quinientos soldados para arrestarlo, pues le parecía que arrestándole causaba un gran perjuicio a los judíos. Cuando las tropas estaban a punto de apoderarse de la torre, forzando la puerta del patio y con orden de prender fuego e incendiar las puertas, Razías, acosado por todas partes, se echó sobre la espada. Prefirió noblemente la muerte antes que caer en manos criminales y soportar afrentas indignas de su nobleza. Pero, como por la precipitación del combate no había acertado al herirse y las tropas irrumpían puertas adentro, subió valerosamente a lo alto del muro y se precipitó con bravura sobre las tropas; pero al retroceder éstas rápidamente, dejando un hueco, vino él a caer en medio del espacio libre. Con aliento todavía y enardecido su ánimo, se levantó derramando sangre a torrentes; a pesar de las graves heridas, atravesó corriendo por entre las tropas, y se puso sobre una roca escarpada. Ya completamente exangüe, se arrancó las entrañas y tomándolas con ambas manos, las arrojó contra las tropas. Y después de invocar al Dueño de la vida y del espíritu que otra vez se dignara devolvérselas, llegó de este modo al tránsito. Supo Nicanor que los hombres de Judas se hallaban en la región de Samaría y decidió atacarlos sin riesgo en el día del descanso. Los judíos, que le acompañaban a la fuerza, le dijeron: «No mates así de modo tan salvaje y bárbaro; respeta y honra más bien el día que con preferencia ha sido santificado por Aquél que todo lo ve.» Aquel hombre tres veces malvado preguntó si en el cielo había un Soberano que hubiera prescrito celebrar el día del sábado. Ellos le replicaron: «Es el mismo Señor que vive como Soberano en el cielo el que mandó observar el día séptimo.» Entonces el otro dijo: «También yo soy soberano en la tierra: el que ordena tomar las armas y prestar servicio al rey.» Sin embargo no pudo realizar su malvado designio. Nicanor, jactándose con altivez, deliberaba erigir un trofeo común con los despojos de los hombres de Judas. Macabeo, por su parte, mantenía incesantemente su confianza, con la entera esperanza de recibir ayuda de parte del Señor, y exhortaba a los que le acompañaban a no temer el ataque de los gentiles, teniendo presentes en la mente los auxilios que antes les habían venido del Cielo, y a esperar también entonces la victoria que les habría de venir de parte del Todopoderoso. Les animaba citando la Ley y los Profetas, y les recordaba los combates que habían llevado a cabo; así les infundía mayor ardor. Después de haber levantado sus ánimos, les puso además de manifiesto la perfidia de los gentiles y la violación de sus juramentos. Armó a cada uno de ellos, no tanto con la seguridad de los escudos y las lanzas, como con la confianza de sus buenas palabras. Les refirió además un sueño digno de crédito, una especie de visión, que alegró a todos. Su visión fue tal como sigue: Onías, que había sido sumo sacerdote, hombre bueno y bondadoso, afable, de suaves maneras, distinguido en su conversación, preocupado desde la niñez por la práctica de la virtud, suplicaba con las manos tendidas por toda la comunidad de los judíos. Luego se apareció también un hombre que se distinguía por sus blancos cabellos y su dignidad, rodeado de admirable y majestuosa soberanía. Onías había dicho: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo y por la ciudad santa, Jeremías, el profeta de Dios.» Jeremías, tendiendo su diestra, había entregado a Judas una espada de oro, y al dársela había pronunciado estas palabras: «Recibe, como regalo de parte de Dios, esta espada sagrada, con la que destrozarás a los enemigos.» Animados por estas bellísimas palabras de Judas, capaces de estimular al valor y de robustecer las almas jóvenes, decidieron no resguardarse en la defensa, sino lanzarse valerosamente a la ofensiva y que, en un cuerpo a cuerpo, la fortuna decidiera, porque peligraban la ciudad, la religión y el Templo. En verdad que el cuidado por sus mujeres e hijos, por sus hermanos y parientes quedaba en segundo término; el primero y principal era por el Templo consagrado. Igualmente para los que habían quedado en la ciudad no era menor la ansiedad, preocupados como estaban por el ataque en campo raso. Todos aguardaban la decisión inmimente. Los enemigos se habían concentrado y el ejército se había alineado en orden de batalla. Los elefantes se habían situado en lugar apropiado y la caballería estaba dispuesta en las alas. Entonces Macabeo, al observar la presencia de las tropas, la variedad de las armas preparadas y el fiero aspecto de los elefantes, extendió las manos al cielo e invocó al Señor que hace prodigios, pues bien sabía que, no por medio de las armas, sino según su decisión, concede Él la victoria a los que la merecen. Decía su invocación de la siguiente forma: «Tú, Soberano, enviaste tu ángel a Ezequías, rey de Judá, que dio muerte a cerca de 185.000 hombres del ejército de Senaquerib; ahora también, Señor de los cielos, envía un ángel bueno delante de nosotros para infundir el temor y el espanto. ¡Que el poder de tu brazo hiera a los que han venido blasfemando a atacar a tu pueblo santo!» Así terminó sus palabras. Mientras la gente de Nicanor avanzaba al son de trompetas y cantos de guerra, los hombres de Judas entablaron combate con el enemigo entre invocaciones y plegarias. Luchando con las manos, pero orando a Dios en su corazón, abatieron no menos de 35.000 hombres, regocijándose mucho por la manifestación de Dios. Al volver de su empresa, en gozoso retorno, reconocieron a Nicanor caído, con su armadura. Entre clamores y tumulto, bendecían al Señor en su lengua patria. Entonces, el que en primera fila se había entregado, en cuerpo y alma, al bien de sus conciudadanos, el que había guardado hacia sus compatriotas los buenos sentimientos de su juventud, mandó cortar la cabeza de Nicanor y su brazo, hasta el hombro, y llevarlos a Jerusalén. Llegado allí convocó a sus compatriotas, puso a los sacerdotes ante el altar y mandó buscar a los de la Ciudadela. Les mostró la cabeza del abominable Nicanor y la mano que aquel infame había tendido insolentemente hacia la santa Casa del Todopoderoso; y después de haber cortado la lengua del impío Nicanor, ordenó que se diera en trozos a los pájaros y que se colgara frente al santuario la paga de su insensatez. Todos entonces levantaron hacia el cielo sus bendiciones en honor del Señor que se les había manifestado, diciendo: «Bendito el que ha conservado puro su Lugar Santo.» La cabeza de Nicanor fue colgada de la Ciudadela, como señal manifiesta y visible para todos del auxilio del Señor. Decretaron todos por público edicto no dejar pasar aquel día sin solemnizarlo, y celebrarlo el día trece del duodécino mes, llamado Adar en arameo, la víspera del Día de Mardoqueo. Así pasaron los acontecimientos relacionados con Nicanor. Como desde aquella época la ciudad quedó en poder de los hebreos, yo también terminaré aquí mismo mi relato. Si ha quedado bello y logrado en su composición, eso es lo que yo pretendía; si imperfecto y mediocre, he hecho cuanto me era posible. Como el beber vino solo o sola agua es dañoso, y en cambio, el vino mezclado con agua es agradable y de un gusto delicioso, igualmente la disposición grata del relato encanta los oídos de los que dan en leer la obra. Y aquí pongamos fin.